La peluquería

Anquises sobre los hombros.
Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre sobre los hombros.
Débiles aún, su peso nos impide la marcha,
Pero luego se vuelve cada vez más liviano,
Hasta que un día deja de sentirse
y advertimos que ha muerto.
Entonces lo abandonamos para siempre
en un recodo del camino
y trepamos a los hombros de nuestro hijo.

Horacio Castillo.

 

– ¿Teñirme?
Interrogué perplejo mientras el peluquero hacía girar lentamente el sillón para enfrentarme con la dolorosa realidad del espejo. – Un touch sonso, nadie lo va a notar. – Insistió, mientras chasqueaba la tijera que revoloteaba sobre mi frente como un insecto de metal. – No, no -vacilé incómodo- a lo mejor más adelante… ahora no. Entorné párpados y sentí una miríada de suaves alfileres sobre mi rostro. El coiffeur presionó con su mano sobre la nuca obligándome a bajar la cabeza y, al abrir los ojos, encontré una inquietante paridad de cabellos negros y blancos. – Lo más difícil es decidirse pero, lo hacés una vez, y no lo abandonás más. Es una pavada.

La situación comenzaba a molestarme y, como siempre me sucede, por no incomodar, dejé abierta la puerta de la insistencia.
– Mirá -dijo envalentonado el peluquero- un poquito de color aquí ¿ves? Una cosa sencilla -y revolvía mi pelo a la altura de las sienes- nada llamativo. Hacemos que vaya disminuyendo en intensidad desde arriba (y marcaba una aureola sobre la coronilla), hasta abajo -el frío de la tijera me estremecía la oreja izquierda-. Te aseguro que te quita veinte años…

Había cerrado nuevamente los ojos y meditaba sobre la necesidad de quitarme veinte años. A los cincuenta, amanecía entumecido, con una puntada crónica en la espalda y, más de una madrugada (comenzaba a despertarme siempre de madrugada), me quedaba sentado en la cama buscando en la oscuridad, no tanto la ropa, como un cuerpo que no doliera. Sentía un cansancio infinito gestándose en mis pies desnudos para trepar, luego, por todo el cuerpo. El único lugar donde no sentía declinación o dolor era en el pelo. Jamás habría comenzado mi resurrección por donde no doliera.

El peluquero tomó mi abstracción, como tácita aceptación y arremetió con renovados argumentos.
– El secreto -dijo- está en el pelo corto. Cuando comienza a crecer se debilita el color en las raíces y queda espantoso. Pero acertando el tono y con un corte oportuno quedás hecho un chico.

Estaba decididamente incómodo. La bata me presionaba el cuello y la nuca me ardía luego del rigor de la navaja. Me habían despojado de los anteojos “para hacerte bien las patillas ¿entendés?”, y comenzaba a dolerme terriblemente la cabeza, pero del lado de adentro.

Antonio, que me había acompañado en el trámite, permanecía sentado en un sillón, ensimismado en la lectura de una revista de espectáculos. Parecía ajeno a la situación, abstraído vaya a saber en qué profundidades, sin embargo, en un momento, su voz calma, pero definitiva, retumbó en el salón:
– Teñite.
Y esa no era una opinión, sino una orden. Antonio me aventajaba en seis años y su estilo de vida, sus anacrónicos modos, mal se compadecían con enjuagues y tinturas. Llevaba una caballera canosa y descuidada, que le daba un aspecto deslucido y sombrío; de refinada decadencia. Encarnaba al dedillo el estereotipo del científico loco o del bohemio trasnochado. Quizás porque era un poco de cada cosa, sus palabras, me desorientaron.

El peluquero pareció recibir una descarga de vitalidad y sin vacilar seleccionó un pomo de los que descansaban en una mesita que colocó a 5cm. de mis ojos miopes.
– Negro destino, número 1 -aflautó la voz-, es justo para tu cabello; ni luto, ni azabache: Negro destino” -insistió- Me lo vas a terminar agradeciendo toda la vida.

Despojado de mis 5 dioptrías percibía, como en una pesadilla, el febril giro de las uñas esmaltadas del coiffeur sobre la tapa del pomo y, antes de que pudiera sujetarlo por sus delicadas muñecas, escuché nuevamente la voz -ahora salvadora- de mi amigo Antonio.

– De blanco. -Sentenció.
– ¿Cómo de blanco?. -Vaciló el peluquero que comenzaba a ruborizarse de furia.
– Claro -dijo Antonio sin levantar sus ojos de la revista-, si en algo conozco a su cliente descuento que estará encantado con la idea.

Sofoqué una risa y sentí el viento del peluquero devolviendo furioso el “Negro destino”, justo en medio de “luto” y “azabache”.
– Mejor me explico -dijo Antonio mientras acomodaba a un lado la revista-. Al señor lo obsesiona el tiempo. Hemos debatido ardua, superficial e inútilmente sobre la cuestión, en tantas oportunidades como tuvimos, sin arribar a conclusión precisa. Aunque, sí, a un desolador principio de una cuestión sin fin: de tanto hablar del tiempo, solo logramos perderlo.

El peluquero, resopló indignado y la agresividad de sus tijeretazos despechados merodeaban peligrosamente mis cejas. Cuando recobró algo de compostura, interrogó a mi amigo:

– ¿Y eso que tiene que ver, por qué de blanco?. -Y agitaba nerviosamente una pulsera de su mano, al tiempo que una fina llovizna de spray caía sobre mi cabeza indefensa.
– A su cliente le encantan las ironías. Y, de tantas que nos gasta el tiempo, no estaría demás asestarle una. En la cabeza de mi amigo y no solo en la cabeza créame, los días (así se hace llamar el tiempo a veces) comenzaron su devastador trabajo…
– ¿Y?. -Preguntó el peluquero, al tiempo que la agresividad cedía a una curiosidad no exenta de rencor.
– El tiempo se sabe ganador. Nosotros detestamos los ganadores, de modo que, si mi amigo queda canoso ahora mismo, cuando el tiempo quiera hacer lo suyo, advertirá que ha llegado tarde. Digamos que Ud. con “negro destino” lo quiere hacer retroceder, lo que es imposible, con tintura blanca nosotros hacerlo llegar a destiempo, lo que también es imposible pero, al menos, logramos una cosa: divertirnos con él, matarlo con balas de fogueo, antes que él nos mate de verdad a nosotros.
El coiffeur apoyó sus manos sobre mis hombros y, antes de que me ganara la incomodidad, sentí su risa divertida a mis espaldas. Agitó el spray y empapándome con entusiasmo dijo con tono solemne:
– En este Atelier el señor tiene servicio gratis y, en cuanto a vos, el “Blanco ceniza” te va a quedar ¡di–vi-no!.

Tiempo después, sobre las desvencijadas mesas de un sórdido bar de Santo Tomé, Antonio invocó la anécdota de la tintura como piedra basal de una nueva escuela filosófica.
– Fíjese -apuntó, con fingida indignación- que lo nuestro ya no es una filosofía de pizzería, sino de peluquería. No pretendo el ágora de los griegos, ni la solemnidad de los claustros, pero hasta este simple boliche nos está quedando grande.
– Quizás estemos inaugurando un nuevo ámbito de reflexión. -Aporté divertido.
Tiene razón -dijo, contradiciéndose sobre la marcha- ¿o no enseñaba Diógenes en un gimnasio?.
– Frente a un gimnasio. -Corregí tímidamente.
– ¿Y quién le dijo que no lo dejaban entrar? Ese revisionismo lo va a terminar arruinando. Y hasta qué punto fue determinante el ámbito que, finalmente, dio nombre a esa corriente de pensamiento.
– Los cínicos. -Confirmé.

– Sí pero también, los filósofos perros, precisamente, el nombre del gimnasio, Cinosargo, perro ágil(1). Y si esta gente desarrolló sus brillantes teorías entre pesas y bicicleta fija, ¿por qué no podemos nosotros fundar una nueva era de pensamiento desde una peluquería?
– Los filósofos peluqueros. -Rematé con solemnidad.
– Reflexiones iluminadas por lámparas dicroicas -se entusiasmó Antonio-. Hacia una ética de la estética, ontología en sillón giratorio, gnoseología a la navaja y epistemología con gel. Sí, hoy suena fatuo, frívolo, pero es de toda certeza que la posteridad me reivindicará como “Antonio el peluquero”.
– ¿No voy a estar en las marquesinas de la gloria? -Interrogué indignado.
– Perdón, a veces el ego nos juega una mala pasada: “Abel y Antonio peluqueros”.
– ¿No quedará mejor “Estilistas”? -Aporté sofocando una carcajada.-¿Por qué se empeña siempre en desvirtuar las grandes ideas con tonterías? Además, llega tarde. No olvide que Simeón(2) se nos adelantó por algunos siglos. -Remató Antonio.

En ese mismo tugurio, ubicado sobre los confines de la Av. 7 de Marzo, me encontraba años más tarde, adonde había acudido por un llamado urgente de Antonio. Su voz en el teléfono había sonado preocupada pero había aprendido a no precaverme con él, pues nuestros encuentros, para bien y para mal, terminaban siempre en el lugar menos pensado. Eso, por no hablar del punto de partida.
Las razones podían ser tan desconcertantes como variadas. A veces, me convocaba por auténticas tragedias, para las cuales no había consuelo ni contención; otras, por simple ocurrencia de momento; cuando no para el conocimiento de una mujer a la que, invariablemente, presentaba como la de su vida y que terminaba por desengañarlo al cabo de un mes, dejándolo solo como había estado siempre, luego que armó y desarmó (como a él le gustaba decir) una familia y decidió, como Sartre, que el infierno eran los otros “l´enfer, c´est les autres”.(3)
Por temporadas nos frecuentamos a diario, para ausentarnos luego, por simple negligencia o por enconos surgidos de nuestra dialéctica de pizzería. Pero al cabo de un tiempo nos reencontrábamos, como si nada y, por delicadeza o cordialidad, no reincidíamos en el punto de conflicto o, en el peor de los casos, el uno sustentaba el criterio del otro e hidalgamente se dejaba vencer solo para demostrar que, al fin de cuentas, tenía razón.
Hombre de amplio criterio, encarnó todas las contradicciones posibles. Diletante, tímido, serio, de humor ácido y corrosivo, fue creador, sin derecho de autor, de las más variadas teorías sobre mujeres, amistad, geopolítica y toda otra cuanta cuestión que pudiera cruzarse en una tarde de ocio, si era de lluvia, mejor. Su excéntrica erudición abrevaba en las más disímiles fuentes, donde cabían, sin incomodarse ni contraponerse, desde los clásicos rusos a historietas de tercera clase.
Una vida de adversidades lo había templado en la desdicha y era tal su fortaleza en la desgracia que podía mirar por sobre el hombro cualquier calamidad que se le presentara. Como contrapartida, su desamparo, su fragilidad en cuestiones domésticas, su proverbial torpeza para tareas elementales, lo mostraban vulnerable e indefenso en un mundo obstinadamente cruel para sus condiciones.
Todo nos separaba. Me hago justicia al describirme como modesto trabajador bancario, con vida de formulario, donde los casilleros se completaban del modo siguiente: domingo de almuerzo en casa de padres o suegros, mujer -primera novia- armonizando hogar con hijos adolescentes, vacaciones anuales en la costa argentina y auto pagado en cómodas cuotas. La monotonía puede ser terrible, pero “quizás la vida no sea más que eso” y, si uno logra acomodarse al vaivén de esas olas es probable que se pueda mecer sin sobresaltos hasta arribar a la estación final. “Triste pero seguro”, se burlaba Antonio.
Su vida, en cambio, ubicada en las antípodas, parecía avanzar y retroceder por espasmos que ya lo colocaban en una prosperidad fulgurante, como en la más amenazante de las miserias. Nunca se jactó en la bonanza ni se arredró en la cuesta arriba, los bruscos barquinazos que lo arrojaban, en uno u otro extremo del fiel, no lograban perturbar el impasible funcionamiento del metrónomo interno que marcaba el compás de sus días.

Admito no entender cómo, dos sujetos tan dispares, mantenían un lazo que el tiempo porfiaba en fortalecer.
Antonio, que no vacilaba al respecto, expuso durante una tarde de sol abrasador, sobre la naturaleza del vínculo, proclamándose en forma unilateral, mi amigo del alma.
Por acto reflejo o convicción, reconvine aquella afirmación, esgrimiendo mis reparos a encontrar amigos en edad adulta. En algún modo entiendo -en verdad, entendía- que a los cincuenta años se pueden cosechar buenos compañeros, simpáticos compinches, ocasionales cómplices, socios respetables, camaradas de fiar pero amigos, lo que se dice amigos, no.

Recuerdo el rostro de Antonio, sus gestos. En modo alguno lo enfadaba mi sutil rechazo. Por el contrario, sus ojos reflejaban la ternura de un viejo profesor que trata de explicar a un alumno remolón una teoría compleja.
– Es que Ud., mi querido amigo, se ha quedado con un concepto adolescente de la amistad. Un sentimiento puro, sin tasa, ni intereses. Una versión romántica e ideal que no se compadece con la realidad que lo rodea. Pero piense… piense, mi querido amigo (y ponía énfasis en la palabra amigo) si está Ud. hoy en condiciones, no ya de entregar una amistad así, sino de recibirla.
Conforme un tácito acuerdo, no nos tuteábamos, impostando una solemnidad que, por antífrasis, marcaba la intima familiaridad del juego. La seducción de su argumento era innegable, pero exigí mayor rigor con el cómodo expediente de una pregunta:
– ¿Por qué no?
– Sencillamente, porque Ud. es otro hombre o, mejor dicho, Ud. ya es un hombre y no se puede brindar por entero como, según su arcaico concepto, corresponde a un amigo. Existen otros seres en su vida, a los que Ud. debe tiempo y amor, tiempo y amor que, inevitablemente van en desmedro de sus amigos, si es que los tiene, claro.
– A esta altura, y en mi concepto, creo que no. -Repliqué en forma intencionada para obligarlo a afinar el razonamiento.
– Le guste o no, soy su amigo -la voz había adquirido un tono profundo que reflejaba las luces de un sentimiento celosamente guardado-, pareciera la imagen distorsionada de un rostro hermoso, ¿verdad? En su ideal, no hay lugar para las impurezas, las imperfecciones. Sepa, sin embargo, que Ud. exige lo que no puede dar. Por cierto, yo hace rato renuncié a la perfección y, no es que me conforme con menos, simple y sencillamente, no finjo combatir la realidad.
– A nuestra edad, mi querido amigo, ¿o prefiere que lo llame compañero?…
– Que la denominación no desvirtúe la esencia. -Respondí, académicamente, impostando la voz.
– Digo que a nuestra edad encontramos lo que va quedando de los demás, y los otros encuentran lo que va quedando de nosotros. Y aquí me tiene a mí, lleno de agujeros: acribillado por una ex mujer implacable, por hijos que no me entienden, baleado a mansalva por los sicarios del fisco, desangrado por penas que ya ni recuerdo, ofrendándole mi amistad como el pobre que brinda ansioso un mendrugo de pan a un comensal exigente.
– Siendo así, Antonio…
– Guárdese su condescendencia que no me hace falta. Recuerde que yo he aceptado, sin tasa, su cuerpo agujereado por veinte años de oficina, su torso de clase media horadado por cuotas mensuales, perforado por la exigencia de gerentes mandones, sus inmensos hoyos de frustraciones inconfesables. Pero, en ese guiñapo, hay cierta dignidad, un aire de virtud, algo que lo salva de la degradación y la podredumbre.
– A nuestros años, nadie atraviesa las trincheras sin llevarse unos buenos balazos entre pecho y espalda. -Concedí, cediendo peligrosamente el terreno.
– Pero hay quien se hace matar por tonterías como la vanidad, la envidia, —me interrumpió bruscamente Antonio— y esos despojos comienzan a oler mal demasiado pronto, en cambio, en su cuerpo abrasado de heridas todavía… todavía —redundó amenazante— no hay rastros de pestilencias, será por eso que me aferro a esos despojos, sin pedir nada a cambio.
– Lo dice casi con desesperación. -Retruqué inquieto.
– Con la misma desesperación que se abraza a un muerto querido, para retener lo imposible hasta el último instante.
– Parece emocionado.
– No sea boludo.
Un amigo, dije para mí, cuando su figura solitaria se recortó en la ventana del bar.
Parecía más flaco que nunca, pero experimentaba esa sensación cada vez lo que veía. Parado en la vereda de enfrente, no se decidía a cruzar y su imagen aparecía y desaparecía al ritmo del tránsito enardecido de la Avenida 7 de Marzo.
Cuando, finalmente, ingresó al bar su presencia fue anunciada por el gélido viento de agosto que me mordisqueó los tobillos.
Con estudiada formalidad, me extendió la mano a modo de saludo y, antes de sentarse, dijo:
– Me voy.
Acostumbrado a las situaciones equívocas a que me sometía, permanecí impávido como para iniciar el juego, lo que pareció incomodarlo.
– No me va a preguntar adónde. -Interrogó molesto.
– ¿Adónde?
– A España.
– Bueno, viniendo de Ud., parece un destino razonable. Igualmente no me hubiese sorprendido si me decía Andorra o Kuala Lumpur
– A vivir. -Dijo Antonio.
– ¿Perdón? -Atiné a decir.
– Solo. -Remató.
Recién, en ese momento, advertí el cambio en sus rasgos. La perenne ironía que mantenía vivo su rostro había desaparecido y, en su frente, campeaba un aire desolado, triste.
– Es decisión tomada. -Sentenció como para sí.
Ya dije que con él no valían las precauciones y que todo era posible. Pero ahí comprendí que, todo lo posible, se reducía a un ámbito doméstico, limitado. Sus emprendimientos, sus amores, en fin, sus despropósitos, comenzaban y terminaban en Santo Tomé o Santa Fe. Rosario mismo sonaba lejano. Antonio frisaba la peligrosa frontera de los 60 y la aventura que se proponía lo alejaba demasiado de la costa, a la que no podría volver si, como siempre sucedía, extraviaba el rumbo. Como si espiara mis naipes, admitió:
– Sí, ya sé, no soy un pibe. Pero a mí no me empuja la crisis, ni sueño con ahorrar euros para solventar una vejez tranquila. Yo, nada más, me voy.
– ¿Y la familia? -Interrogué por compromiso.
– ¿No se referirá a mi ex mujer verdad? -replicó irónico-. En cuanto a mis hijos… en cuanto a mis hijos -insistió meneando la cabeza-. Mire, a determinada edad si uno no los puede ayudar se constituye en una carga y, a veces, demasiado pesada, como Anquises.
– El padre sobre los hombros. Completé.
– El padre sobre los hombros -confirmó- noté que, lentamente, comenzaba a trepar a las espaldas de mis hijos, que cada vez podía menos conmigo mismo, y así como hay una ley salvaje en virtud de la cual las fieras empujan sus crías a vivir solas, a vivir diría; así también, yo impondré mi ley de envejecer y morir tranquilo sin incomodar sus días.
No me quedaba ánimo para controvertir su carácter autocrático, su cruda concepción de la vida, el extremo a que llevaba las cosas, su fría inmolación en ofrenda a un concepto de dudosa demostración. Solo para defenderlo de sí mismo, insistí tímidamente.
– ¿Pero cuál es la necesidad de ir tan lejos, por qué no prueba con Bs. Aires, Córdoba…?
– No siempre voy a tener la fortaleza para no intentar volver.
Si la conversación es un arte, el que dialoga, como el músico, debe saber respetar los silencios so pena de desvirtuar la melodía. No tenía sentido opinar y, menos, hacerlo desistir de la empresa. Hacía meses, quizás años, que Antonio se estaba marchando, solo que ahora lo hacía visible a mis ojos. Si era un absurdo, otro de sus sinsentidos, ¿quién era yo para calificarlo? Me dejaba una pena inmensa y un vacío que solo su presencia de hombre solitario podía mitigar.
La angustia opresiva del momento nos mantuvo callados. Cada uno, a su modo, se estaba despidiendo para siempre del otro pues, cada uno a su modo, también, comprendía que no habría regreso, ni próxima vez. Baqueano como pocos en esos terrenos lindantes con el llanto, Antonio amagó una sonrisa y, como quien enciende un fósforo en una habitación oscura, me lisonjeó.
– En cuanto a Ud., le aseguro que voy a extrañar los diálogos trasnochados.
– Ya va a conseguir un gallego bancario y conversador. -Le aseguré optimista.
– Y que le guste escribir. -Completó Antonio.
– Que le guste, aunque no sepa. -Definí.
– Eso, aunque no sepa. De todos modos, no será Ud. tan osado de pensar que va a vivir de lo que escribe.
– Por eso no renuncio al banco. -Repliqué.
– Nunca renuncie. -Me aconsejó entre risas.
– Voy a morir haciendo conciliaciones y sellando boletas. -Devolví con temor a la certeza.
– No -dijo Antonio, al tiempo que estiraba la mano y la apoyaba en mi hombro-, nunca renuncie a escribir. Esa es su búsqueda; ¿no se dio cuenta todavía? De los innúmeros senderos que llevan a uno mismo, unos falsos, otros auténticos; Ud. eligió ese camino. Cada frase, cada cuento, le deja la íntima desesperanza de saber que lo escrito es y no es aquello que quiso decir; sufre la implícita angustia de todo alumbramiento y, como es inexperto, no advierte que la plena realización de su ser está en esos intentos. Va tanteando un camino. Avanza ciego, se golpea, le duele terriblemente. Lucha contra un enemigo demasiado poderoso para las armas que tiene y, sin embargo, intenta conmoverlo de algún modo. Ese esfuerzo es su obra, la única posible. Cuando logre descifrarla podrá pasarla al papel. Ud. es porfiado, lo que le falta de talento le sobra en voluntad, ya encontrará la senda.
­Se me va acabando el tiempo, tiro para viejo…
– Piense en Schopenhauer.(4)
– Me hace sentir mal. -Reí divertido.
– No siempre las comparaciones son odiosas. -Aseguró.
– Solo cuando perdemos en ellas. -Consentí.
– Veo que aprende en forma acelerada. ¿Le dije que Ud. es la única persona de la que me voy a despedir?
– Ud. no es de lo más sociable. -Respondí.
– Efectivamente, ¿sabés que pasa? -Dijo, y el brusco tuteo marcaba que el juego, finalmente, se nos estaba acabando- tuve necesidad de explicarte mis motivos pues, creo, sos el único capaz de entenderlos.
– Entiendo. -Dije sin comprender.
– Nos hermana una búsqueda, la necesidad de encontrarnos, de saber quiénes somos. Vos con el banco, la familia, tenés punto de referencia. Si extraviás el rumbo, volvés sobre tus pasos, lamés heridas y, luego, intentás nuevamente. Yo, en cambio, termino de romper mi último faro, no tengo retorno. Ese vacío me angustia pero, el vértigo del infinito, me libera como nunca antes. No me queda nada, no me queda nadie, a excepción tuya; el último hilito que me ata a la realidad y ahora se está cortando…
– Ahora si entiendo. -Le dije, al tiempo que nos levantábamos y nos fundíamos en un abrazo viril y conmovedor.
Se desprendió de mí, levantó el abrigo, y se marchó. Al abrir la puerta del boliche una bocanada de aire helado, mezclado con polvo, entró al salón estremeciendo los manteles. “La estela que deja el paso de un hombre solitario en su partida”, pensé.
Pasó frente a la ventana y no volvió la mirada, quedó parado en la vereda sin decidirse a cruzar la Av. 7 de Marzo; un perro vagabundo y confianzudo le olfateó las pantorrillas.
La envidia es un sentimiento rastrero, vil, solo alguna vez puede adquirir forma de admiración resignada, esa, es su única reivindicación.
Veía emocionado la espalda indefensa de Antonio, mi amigo; su paso vacilante, ante la agresividad frenética de los autos. Cuando, finalmente, logró cruzar el primer carril, su figura insinuó fortaleza y armonía desconocidas.
Luego, lo perdí de vista. Desde la incomodidad de la silla traté vanamente de encontrarlo. Cuando por fin me di por vencido, desde la vereda de enfrente un joven indolente me sonrió divertido, mientras un perro vagabundo y confianzudo insistía en husmearle las pantorrillas.

 

  1. Derivada del griego “Kynosarge” Mausoleo del perro. En diferentes versiones se ha traducido, también, como cabeza de perro o perro blanco. No se me escapa que la denominación no se debió tanto al nombre del gimnasio como al modo de vida que propiciaban: “como los perros”, despojado de lo superfluo. Precisamente, Antonio intenta realizar la sentencia de Diógenes: “Busco un hombre de verdad, uno que viva por sí mismo”.
  2. Refiere a San Simeón o Simeón “El estilista” (390 D.C.) creador del Movimiento Estilista. A los 32 años subió a una columna ¿17 metros?, a modo de retiro espiritual, de la que no bajó hasta el momento de su muerte, que ocurriría 37 años después.
  3. Sartre, Jean Paul: “A puerta cerrada”. Antonio no lo dice en sentido literal, sino en el modo que lo explicó el propio Sartre: “Lo que yo diga sobre mí siempre contiene el juicio del otro…” Lo cual quiere decir que si establezco mal las relaciones me coloco en total dependencia respecto de los demás. Y entonces estoy efectivamente en un infierno …“está en un infierno quien depende excesivamente del juicio de los demás. Pero esto no quiere decir en absoluto que no se puede tener vínculos con los otros”.
  4. “En 1851, tras haber sido rechazado sucesivamente por tres editores, se decidió Hayn de Berlín a publicar el libro Palerga y Paralipomena… que estaba destinado a proporcionar a su autor, pagada entonces con diez ejemplares de su propia obra, la fama que durante tiempo le fue negada. Contaba a la sazón Arthur Schopenhauer sesenta y tres años”, Schopenhauer, Arthur: “El arte del buen vivir”, Biblioteca Edaf, pág. 9 – Prólogo.

 

 

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *