Escribir es una cosa y publicar, otra. Bien distinta, además.
Para ser sincero, no recuerdo cuando, ni porque comencé a escribir, pero no debe estar alejado de la realidad suponer que fue para expresar estados de ánimo, rescatar historias vividas o imaginadas, sin otro objeto que dejarlas asentadas en papel y compartirlas con personas y personajes cercanos.
Cuando esos relatos se multiplicaron, nació la idea de publicarlos. La idea. No la necesidad u obligación de hacerlo. ¿Obligado por quién? ¿Necesitado de qué?
Fue ahí que comenzaron los prejuicios.
Me guste o no, había arraigado un concepto de escritor ligado, exclusivamente, a la idea de publicar. Lo que suponía la existencia del libro, de un lector e, inevitablemente, la venta de ese libro. Años de sociedad de consumo me aferraron a la idea de que escritor es aquel que vive de lo que escribe o, en otras palabras, que su condición está supeditada —en gran medida.— al suceso comercial.
No era una idea alocada. Incluso, podría decir que se la tomé prestada al mismísimo Truman Capote:
“—Dime, ¿eres un verdadero escritor?—Depende de lo que entiendas por verdadero.—Pues mira, ¿hay alguien que compre lo que escribes?—Todavía no…”
(Capote, Truman: “Desayuno en Tiffany’s”, pág. 22, Ed. Sudamericana).
Lo que Holly expresa es que cualquiera puede escribir pero, para ser un verdadero escritor, es menester que tu obra se compre o que la puedas vender. Que es igual pero no es lo mismo.
Una y otra vez tropezaría con la combinación: Libro-venta, incluso en los autores menos sospechados. Hombres duros, implacables, alejados de cualquier comercio escribieron párrafos del tipo:
“Si hubiera tenido dinero como Gide, lo habría publicado a mis expensas. Si hubiese tenido tanto valor como Whitman, habría ido vendiéndolo de puerta en puerta” (Miller, Henry: “Trópico de Cáncer”, pág. 42).
Pero, ni Truman ni Henry inventaron la idea.
El comercio de los libros tiene origen impreciso, aunque algunos antecedentes alientan a suponer que viene de lejos.
“Sócrates se burlaba de sus jueces, al decirles que el en el mercado del ágora podían comprarse los libros del ateo Anaxágoras por un dracma”, (Báez, Fernando: “Los primeros libros de la humanidad, Ed. Océano, pág. 113) – (conf.: Brioso Sánchez, Máximo: “Sócrates lector»).
La duda, en todo caso, es si Sócrates supone que la venta del libro es algo que denigra al escritor o, interpretación rebuscada pero interpretación al fin, afirma que se consigue por un dracma (precio vil) a diferencia de otras que, siendo onerosas, se suponen mejores.
Por ahí andaba la cosa. Si iba a publicar, no era suficiente tener una obra sino, además, tener un contrato hecho y derecho y potenciales compradores, no lectores.
Tenía una confusión básica, elemental: hacía prevalecer el soporte (libro), sobre lo esencial (la escritura) y, para peor de males, sabía de antemano que nadie compraría el libro de un desconocido. Vale decir, me había garantizado la frustración
No había advertido hasta ese momento que una industria editorial supone la existencia de un mercado, donde el lector buscado es también y, quizás por sobre todas las cosas, un cliente.
Esa palabra: cliente, sumada a términos como industria y mercado provocaron una incómoda disonancia en mi interior. Cierto que deseaba lectores, pero mi afán estaba alejado de obtener dinero por lo que hacía.
No consideraba la posibilidad de que se puede ser escritor sin libro publicado, pero no sin obra. Y mi obra, mal que mal estaba construida, al menos en modo incipiente. Quería que se conociera, pero no al precio (menuda palabra) de peregrinar por editoriales para ofrecer “a la venta” lo que yo no quería vender, sino compartir.
Salí del círculo vicioso al llegar a la página 149 del “Tríptico” de Augusto Monterroso, donde tropecé con el párrafo: “…a mí me horrorizaba (y me sigue horrorizando) escribir para ganar dinero” (Ed. Tierra Firme).
Esa frase, iluminó mi camino con una perspectiva diferente y a partir de allí mi búsqueda se orientó para otros rumbos.
El dorso de la página, nos muestra que los escritores profesionales reniegan de las ediciones de autor. Esto es, de las publicaciones abonadas por los propios escritores.
Sospecho que lo hacen en la convicción de advertir una degradación en eso de pagar para escribir o, mejor dicho, para publicar.
Y, así como manifesté mi beneplácito respecto a que no comulgo con la idea de cobrar para escribir, el planteo debo integrarlo con la siguiente pregunta: ¿acepto la idea de pagar para escribir?
Por supuesto. Yo pagué, y por adelantado. Trabajé en relación de dependencia durante 32 años y hace ocho que me dedico, también, a la abogacía. Eso suma unos 40 años, ¿verdad? Si los multiplico por doce, resultan 480 meses. O sea, a la fecha, aboné 480 cuotas en plan de nunca acabar.
Deuda amortizada con madrugadas heladas, tedio oficinista, cálculos, y notas por duplicado. Depósitos de juventud consumida entre paredes estrechas, amontonado en colectivos para llegar a horario. Abonos en efectivo de 6.00 hs a 13.30 hs, de lunes a viernes, con algún sábado de horas extras y lecturas relegadas a horarios insólitos, para llegar al día de hoy —en que me puedo dar el gusto de solventar mi propia página—, escribiendo lo que me viene en gana.
Sin editor que apure, contrato a cumplir, línea por respetar y de tan pudiente me doy el lujo de no esperar nada material a cambio.
No me avergüenza haber pagado. Haber dado, quizás, mis mejores años, a cambio de obtener la módica libertad de no depender de nadie. De darme el gusto de ser generoso por entregar algo de mí sin esperar contraprestación. De generarme a pulso, solito y por las mías, un sitio pequeño —donde solamente yo puedo entrar— para compartir lo poco que tengo, lo poco que puedo dar.
Mi ganancia, si es que nos vamos a entender en esos términos, viene por otro lado: inconstante, perezoso, sin deseo de ejercer otra profesión, paso meses y hasta años esperando la llegada del talento y la voluntad para un relato que, a veces, no supera las dos hojas.
Le escapo a la profesión de escribir, porque no acepto otra rutina en mi vida, por interesante que parezca. De modo que, a diferencia de los escritores de profesión, nunca sé a ciencia qué va a ocurrir mañana con la escritura y nada ni nadie podrá obligarme a escribir si no siento la imperiosa necesidad de hacerlo.
No existen de mi parte, sin embargo, rencores ni segundas intenciones. No hay crítica embozada al escritor de profesión. Si alguien puede vivir dignamente, con el producto de su trabajo, sea con un torno o una lapicera, merece el respeto que se debe a cualquier trabajador honesto.
Eso, claro, no implica que tenga a mis escritos en menos por el solo hecho de no estar impresos en un libro. Las obras valen por lo que son, no por su soporte. Me refiero al valor en sentido auténtico, no de mercado.
Existe una obra monumental que su autor no publicó en vida. Descansó en un baúl y, luego de la muerte de Fernando Pessoa, hubieron de pasar 47 años para que aquellos fragmentos desordenados fueran compaginados y dieran origen al impar “Libro del desasosiego”.
Durante ese largo periplo sin editar, ¿fue Fernando Pessoa menos escritor? O, si nunca se hubiese editado, ¿podríamos afirmar de él que no fue escritor? En absoluto, porque su carácter de tal no estaba ni está supeditado a un hecho exterior. Su condición esencial era un atributo interno y ningún reconocimiento o publicación podía modificarlo.
No pretendo equipararme, pero si alguien lo toma de ese modo, el enorme contraste sirve para graficar hasta qué punto es cierto lo que afirmo.
Blastein, tenía una opinión particular sobre la cuestión: “El refrán dice: plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro, no publicar un libro”.
¡Gracias querido Isidoro por expresarlo tan claro!
Puede que, a raíz de mi impericia, el paciente lector concluya en el error de que detesto los libros.
En modo alguno. Los amo, y es tan intenso ese amor que atesoro primeras ediciones con egoísmo de fanático. Lo que no va en desmedro de las ediciones modernas, que me cautivan con sus diseños, con la elegancia de los caracteres. Pero no me confundo.
Las apuntadas, son predilecciones por lo material. Explico por allí que algo similar me ocurre con las guitarras. Admiro sus formas, las vetas de la madera, su fina geometría; pero apunto una diferencia sustancial con el libro.
Un buen guitarrista puede ejecutar una composición en cualquier guitarra. Pero el sonido resultará diferente según pulse un buen instrumento o uno malo, porque el instrumento interviene en forma decisiva para canalizar su arte. La guitarra nunca logrará mejorar la técnica del ejecutante, pero puede resultar esencial para realzar la calidad del resultado: si es noble, la nota llegará nítida, perfecta, libre de impureza. Si no lo es, resultará apagada, cuando no, desvirtuada en su esencia. Y el destinatario advertirá la diferencia.
En el libro, en cambio, por cuidada que sea la edición, el resultado no se altera. “El Quijote” es “El Quijote” en versión de lujo o de bolsillo.
De allí que, más allá de apegos estéticos y ataduras a tradiciones muy arraigadas, me inclino por un soporte diferente para publicar mis textos.
No soy afecto a la tecnología, mas la posibilidad de llegar a lugares insospechados sin la atadura y el límite de la encuadernación me fascina y evita un inconveniente.
Es que: “El número de escritores no tiene límite, pero sí el espacio en las librerías” (Murakami, Haruki: “De qué hablo cuando hablo de escribir”, Ed. Tusquets, pág. 22).
Por idénticas razones Dalevuelta, el magnífico discípulo del abate Jerónimo de Coignard, evitó publicar “…es posible que, precisamente, su conocimiento de los libros le contuviera, ante el temor de aumentar con unas cuantas hojas el montón informe de papel ennegrecido que se pudre obscuramente en las librerías. Nosotros compartimos sus escrúpulos al pasar por los muelles, antes los puestos de “a diez céntimos el tomo”, donde el sol y la lluvia devoran páginas escritas para la inmortalidad”, (France, Anatole: “El abate de Coignard”, Ed. Ferraz, pág. 10/11).
Transcribo en la convicción de que Anatole tuvo su alter ego en el joven Dalevuelta, porque, France ,fue hijo de un librero de viejo y se cuenta que practicó idéntico oficio de su padre vendiendo libros usados a la orilla del Sena, de allí, que le hace expresar al personaje su temor a imprimir para terminar enmohecido en un estante o devorado por la lluvia y el sol.
Me asaltó un miedo similar, un dolor anticipado al ver mis textos no solo degradados sino olvidados y manoseados por la indiferencia del tiempo. ¡Tanto que los quiero!
Sin que haya noticia precisa, se cuenta que Ptolomeo Psoter impulsó la mítica biblioteca de Alejandría en el afán de concentrar en un solo lugar todo el conocimiento del mundo. A ese efecto, por las buenas y no tan buenas, incorporó miles de volúmenes provenientes de lo más recónditos lugares del mundo conocido. Dentro de las innumerables versiones, se dice que llegó a funcionar casi mil años y que su incendio sirvió para calefaccionar la ciudad de Alejandría por seis meses.
Ptolomeo no imaginó, seguramente, que años después existiría un lugar, una red, que posibilitaría ese sueño. Que a esa nueva biblioteca, acechada por otros riesgos, no la degradarían, sin embargo, el viento, el polvo, los insectos, ni la afectaría el fuego postrero. Que contendría miles de volúmenes sin necesidad de edificio alguno y que, de algún modo, concentraría el conocimiento del mundo y, literalmente, volaría a través de él.
A esta nueva biblioteca de Alejandría incorporo mis textos.
Sueño que en algún lugar del mundo alguien sienta curiosidad por un escritor sin libro y que, por aburrimiento o distracción, saque mis relatos de los anaqueles virtuales para darle vida definitiva, haciendo que nuestros destinos se unan. Si por un momento, al ritmo de mis palabras, olvida la pena o alivia su dolor, encontraré a la vuelta de casa o allende los mares un espíritu que me comprende y sentiré, de algún modo, que en el universo existe una persona que estuvo unida por un instante a mi destino. Entonces, sí, me consideraré un escritor sin pedir cosa alguna a cambio.