Carmen

4890675. Marco 4890675 y ella atiende el teléfono. Le digo, soy yo, Roberto. Se hace una pausa, un silencio, porque no lo va a poder creer. Entonces, insisto con eso de que soy Roberto. Y ella, aunque sabe muy bien de quién se trata, hace como que no entiende y, antes de que le salte el corazón por la boca pregunta, ¿con quién desea hablar? Y yo, seguro, firme, digo: con vos Carmen. Soy Roberto. Y entonces…

Y entonces, nada. Pasaron 30 años. Me recuerda, seguro me recuerda. Pero ya anda por los 50, y encima está casada. Y si está casada y atiende el marido ¿qué le digo? Quiero hablar con Carmen, le digo. ¿De parte de quién?, me apura. Si digo de Roberto, no le va a gustar. Por ahí sabe lo que hubo entre Carmen y yo y se arma. Pero aún cuando no lo sepa, si le respondo así, con mi nombre, sin el apellido, le va a intrigar ese tal Roberto que se presenta así como así, con una familiaridad sospechosa, porque el hombre también pisa los 50 y no es de esos maridos modernos, que ni preguntan con la historia esa de la igualdad y el feminismo. No señor, es bien chapado a la antigua, tan a la antigua que es todo un cavernario, un troglodita; que lo inquieta, lo molesta, lo enerva terriblemente que un Roberto así, suelto de cuerpo, pregunte por Carmen perdón; por “su” Carmen. “Su” esposa, madre de “sus” hijos…

Sí, claro, porque debe tener hijos. Entonces, si llamo y no atiende el cavernario, clavado levanta el tubo el más chico y ni pregunta de parte de quién, y grita en el auricular: “Ma… es para vos”. Entonces, viene Carmen y le digo: Carmen, soy yo, Roberto. Se hace un silencio, en el teléfono y en la casa, porque el pibe mas chico justo desconecta la computadora y los dos más grandes —que estaban peleando—, interrumpen automáticamente y, el marido, que estaba entretenido con un partido de la liga Italiana apaga el televisor y mira inquisidor —y troglodita— para el lado de Carmen, perdón, “su” Carmen, que, con incomodidad, se ataja con aquello de ¿quién habla? Y yo, no tan seguro, respondo un dubitativo: “Roberto”.

No, no y no. No puedo llamar así nomás, desentendiéndome de todo, como si Carmen hubiese vivido estos treinta años solo para que la llame. Y, aún cuando no moleste o incomode, después ¿qué le digo? Porque hasta puede ser lindo y todo: “tantos años. Qué alegría. Mirá vos quién apareció. ¿Te recibiste? ¿Tus pibes son tremendos? No sabés lo que son los míos. Mi marido es arquitecto. Mi esposa es radióloga. Martita se fue a España. Si lo ves al Pocho no lo conocés”. Todo muy rico, como dicen los jóvenes, pero en algún momento va a venir la pregunta del millón. Porque cuando terminemos de pasar la lista del secundario, nos pongamos al día con los recuerdos. Cuando, incluso, con cierto pudor, nos hayamos dicho que fue cosa de chicos vendrá, inevitable, la pregunta “¿qué se te dio por llamar?” Ahí te quiero ver Roberto. Ahí te quiero ver.

Pero mirá vos, dónde viene a aparecer Carmen. Carmencita che, argentina, casada, con domicilio en Aguado n° 456 de Reconquista, tel. 4890675. ¿Cómo habrá ido a parar a Reconquista? Si se fue a estudiar a Córdoba. Seguro se recibió y encontró trabajo por allá, porque parientes tenía, pero en el Chaco. O en una de esas, el que se recibió y consiguió conchavo como arquitecto allá fue el esposo que, capaz, era de Reconquista, se fue a estudiar a Córdoba, donde conoció a Carmen, y volvió a los pagos porque consiguió trabajo o le tiraba la familia. O…

O, en una de esas, el número de teléfono este, el 4890675, no es de la casa sino de la oficina. No, no, del consultorio porque Carmen se fue a Córdoba a estudiar bioquímica. Laboratorio, entonces. Se recibió y justo le salió una posibilidad en Reconquista y no lo pensó dos veces. Y claro, ahora hace un montón que está instalada y tiene laboratorio propio y todo, porque como perseverante era perseverante. Ahí no habría problemas, en el laboratorio, digo. Disco nomás el 4890675 y me atiende la secretaria. O no, me atiende el contestador automático ese de las Clínicas y me dice: “Si conoce el número de interno márquelo, para fax marque el 30, para reservar turno marque el 20, sino aguarde y será atendido”. No me queda más que esperar y ser atendido; le digo que quiero hablar con Carmen y ahí nomás debiera pasarme. Pero no, las telefonistas son curiosas, metidas. Seguro me va a interrogar sobre si soy paciente, aunque en realidad lo que menos le importa es si soy o no paciente, lo que quiere es saber para qué quiero hablar con Carmen, porque si es por sacar turno hubiese marcado el 20 o por algún certificado hablaba directamente con ella, pero si pido por Carmen se va a alertar, porque las telefonistas tienen ese… ¿cómo decirlo? Instinto. Eso, instinto, para captar ciertos mensajes, ciertas situaciones. Y hasta, en una de esas, son amigas con Carmen y todo. Que se yo, en esas tardes de poco trabajo, por ahí se pusieron a charlar y la secretaria le contó que su amor imposible era el médico, ese nuevo que entró en el laboratorio, y Carmen le terminó confesando que su primer novio se llamaba Roberto. Va, novio lo que se dice novio, no, cosa de chicos pero que no lo vio nunca más, que ya pasaron como 30 años y que ahora debe ser un hombre maduro. Entonces, como la telefonista ya sabe, cuando escucha que hay un Roberto en línea, que no quiere turno, que no quiere historia clínica sino, directamente, hablar con Carmen. Sí, así, como escuchás, con Carmen, no con la bioquímica, al vuelo cae que ese que está del otro lado de la línea no es un Roberto del montón, un plomo de esos que ofrecen servicios bancarios, sino aquel novio ¡bah!, novio, lo que se dice novio, no; aquel chico, aquel muchacho del que tanto le habló Carmen mientras tomaban mate en largas tardes de laboratorio. Y, entonces, se le acelera el corazón y con voz trémula le dice a Carmen, ¿a que no sabés quién quiere hablar con vos? Y, mientras, yo estoy en línea con la musiquita esa de la espera, entre ellas dos preparan frenéticamente el terreno para que Carmen me reciba así, como si no supiera de quién se trata, haciéndose la sorprendida cuando, simple y sencillamente, le diga: “soy yo, Roberto”. Entonces, ella, para disimular, se hace como que no me conoce, que no se acuerda y me ofrece un turno para extracción de sangre y todo, y yo la paro en seco con una frase secreta. Y ahí ya no tiene escapatoria y…

Y, no. Porque por linda que sea la sorpresa, por grato que sea volver a hablar, en algún momento, o ella me pregunta o yo le voy a tener que decir para qué llamo.

Carmen che, lo que son las cosas de la vida. Eramos el día y la noche. Ella buena alumna, yo del montón. Ella correcta, educada, yo siempre al borde la expulsión. Y en las materias lo mismo. Ella tenía inclinaciones por las ciencias duras, yo, por las humanísticas. Bueno, en realidad, eso de mi inclinación por las ciencias humanísticas fue un engaño. Ella sí tenía facilidades para física, por ejemplo. Trajinaba por fórmulas con gracia y claridad envidiables, mientras yo la que no tropezaba me la llevaba por delante. Mismo las matemáticas, Carmen hacía malabares con la tabla de logaritmos. Un mundo perfecto decía. Ahí está, así decía ella: el mundo de los números es el mundo de la perfección y yo, para no ser menos, le retrucaba que el único mundo ideal era el de las letras. Y ahí viene lo del engaño. Porque yo, para estar a la altura de las circunstancias, había memorizado algunos poemas. Pero no de esos berretas de los posters, o los de Neruda que pasaban a cada rato por la radio. No, yo había aprendido unos de Almafuerte y otros de Rubén Darío. De modo que, cuando se daba la oportunidad, mechaba un par de estrofas como al descuido y pasaba por erudito. Y, claro, la pobre terminó por creer que en mí habitaba un alma sensible y culta. Pero yo no pasaba de ahí. Me sacaban de esos cuatro o cinco poemas y no conocía absolutamente nada. Bueno, aunque después, viendo el efecto que provocaba comencé a cultivarme e incorporé un par de pensamientos célebres, pero siempre de autores ignotos, para marcar cierta distancia. No se si me explico.

Y Carmen, pobre Carmen, me miraba embelesada e insistía en que yo tenía que estudiar filosofía y letras. Quién sabe si realmente estaba engañada o aceptaba, condescendiente, el embauque para no ponerme en evidencia. Porque, ¿quién sabe? Quizás el amor sea un poco eso. Aceptar sutiles engaños permitir, en definitiva, que el otro se eleve a gusto y placer con o sin ningún fundamento, para que se acerque, aunque más no sea ficticiamente, a su propio ideal que es, en definitiva, el que nosotros necesitamos. Que el otro no es más que un espejo donde nos gusta mirarnos. Su belleza, su inteligencia es, a su vez, la medida de nuestra propia belleza, nuestra propia inteligencia. Somos tan sabios y tan lindos como el que tenemos enfrente. Carmen, carajo. Como pasa el tiempo.

Tanto, que no puedo demorar más. ¿Y una carta? Por ahí puede parecer fría, pero no es así. Una carta bien escrita suple la mejor conversación. Pero, claro, ¿qué le escribo? El encabezamiento mismo ya es un problema. Si pongo, por ejemplo, “De mi consideración” le va a resultar chocante. “Desaparecés treinta años, Roberto, y venís así, con aviso de retorno, marcando distancia con una formalidad innecesaria ¿tanto te cambió la vida, Roberto?”

No, no le puedo hacer eso a Carmen. Lo lógico, lo correcto sería un “querida Carmen”. Aunque el término “querida” puede ser mal interpretado. Suena a pretensión solapada, a segundas intenciones que antes fueron primeras. Da sensación de intimidad, de una proximidad que, hoy por hoy, no existe. Y encima, después tengo que poner el motivo. Y ahí te quiero ver Roberto. Ahí te quiero ver.

Por ahí puedo optar por un intermedio. Colocar un ecléctico: Carmen. Así, neutro, sin agregados, un Carmen aséptico, sin aditamentos sospechosos. Y luego: el que suscribe, Roberto… ¿A quién le ganaste che?, primero me llamás por el nombre y a renglón seguido parecés el amanuense del Rey de España. ¿Tanto te cambió la vida?

La pucha Carmen, que difícil es. Porque, claro, nos conocemos de chicos, es decir, nos conocemos verdaderamente, que de adulto es otro precio. No se penetra en la verdad última de una persona mayor. En cambio, nosotros entrábamos como Pancho por su casa en la esencia del otro, éramos agua transparente y, en el fondo, no se agitaban corrientes oscuras y turbulentas. Era todo tan claro, como tus palabras mismas, Carmen. “Vos Roberto”, me decías, “como todas las personas, tenés una parte sombría y otra luminosa, pero a diferencia de la gran mayoría, tu parte luminosa está a flor de piel y por eso es más visible y también más vulnerable. Cuidá ese brillo, protegelo de los demás y de vos mismo”. Mirá de lo que me vengo a acordar. Cuanta sabiduría. Y lo decía así, con timidez, mientras movía una piedrita con la punta del zapato y a mí se me acababan los Almafuertes y los Rubén Darío. Como para poner un Carmen así, a secas, y no quedar como un imbécil.

Jugado por jugado, puedo ir personalmente. Si tengo dirección y todo. Pero no quiero imaginar lo que va a ser el viaje a Reconquista y ni hablar del momento que pase entre que toque timbre y me atiendan. Me van a consumir los nervios. Andá a saber quién sale. Por ahí atiende el cavernario mismo y yo, así, sin anestesia, lo primereo y le digo: busco a Carmen. Si tiene dos dedos de frente, al vuelo se va a dar cuenta que no soy de Reconquista, ni tampoco el nuevo cobrador del club y a ningún hombre le gusta que en su propia casa venga un Roberto cualquiera a preguntar por su mujer. Perdón, “su” propia casa y “su” mujer. Pero si a él no le gusta, se va a enterar que a mí tampoco me gusta él. Que si yo estoy aquí, en Reconquista, interrumpiendo un partido de la liga italiana, no es tanto por culpa mía, sino por culpa de él, que no supo cuidar a una mujer como Carmen. Y te lo podía decir por teléfono, pero me quería sacar el gusto de decírtelo en la cara…

En la cara, pienso en la cara de Carmen. ¿Cómo será? Por ahí atiende ella misma. Tengo que cuidarme de los juicios apresurados. Que cuando Carmen asome a la puerta, también aparecerá un Roberto treinta años más viejo. Incluso, llevo la ventaja de saber que es su casa y que esta mujer, madre de varios hijos, casada con el arquitecto de mierda ese, bioquímica y demás datos de figuración, no es otra que Carmen. En cambio ella ¿cómo va adivinar que ese que está parado ahí soy yo, es decir, Roberto? Un Roberto cincuentón surgido así, de la nada, que no se animó a llamar por teléfono por temor a incomodar, que no supo o no quiso escribir una carta. Una carta para decir… Eso, Roberto, ¿qué me querés decir?

Me olvido, mejor me olvido y dejo todo como está. Ni carta, ni teléfono, ni visita. Nada. Muerto Roberto se acabó la rabia. Que quede el recuerdo aquél de la juventud. Apareceré de vez en cuando, entre los mates del laboratorio y seré un hombre sin rostro para la chusma de la telefonista, que daría lo que no tiene por conocer un tipo como el Roberto ese, del que tanto le habló la Dra. Carmen.

Pero no me puedo olvidar porque, finalmente, no soy yo quien gana o pierde. No es noble perjudicar a los demás para protegernos. Porque hay sentimientos sublimes, es cierto, pero también responsabilidades que cumplir. Y sabés muy bien Carmen que no soy culpable, porque para mí hasta este mismo momento, fuiste la querida sombra de un recuerdo, el pálido y bello reflejo de una época impar y allí hubieses quedado a salvo de los ultrajes del tiempo, de no ser porque hoy, apareciste.

Apareciste así, con tu nombre, Carmen, y tu firma.

Esa firma, con que clausurabas las inocentes cartas en que declamabas un amor imperecedero. Palabras sencillas, letra delicadamente infantil, candor escolar, apretado en hojas de cuaderno a cuyo pie leía: “siempre tuya”. Y un escalón por debajo, la rúbrica precedida por una “C” mayúscula, inflamada como una vela henchida por el viento. Carmen, Carmen, luego de leer y leer esas cartas, acariciaba el papel, deslizaba mis dedos febriles sobre esos tiernos garabatos, para verte inclinada sobre la mesa familiar, dibujando los signos inconfundibles de la pasión, marcando mi nombre como el mejor de los orfebres, y al cabo de los renglones, esa “C” mayúscula, tan tuya, que anunciaba el final y el principio de una nueva lectura.

Esa letra inconfundible, que treinta años aparece nítida, invencible, no sobre una hoja de cuaderno sino, en este documento frío y extraño que todo mi ser se niega a mirar. Que acecha desde la cima de unos papeles apilados, como un animal mortal en reposo previo al salto. Con su fecha y su vencimiento impostergable. Ese pequeño rectángulo sin historia ni olvido en el que se lee a modo de encabezamiento: “Pagaré sin protesto” y en el vértice inferior ese Carmen que fue tan mío.

Y, entonces Carmen, no solo se me acaban los Almafuertes y los Rubén Darío, sino el tiempo o, para mejor decir, se vence el plazo para ejecutar el documento, que es un modo de adelantarte —Carmencita— que te demando hoy mismo y mal puedo confiar en una charla, por maravillosa que sea, o en una carta simple que no pueda arrimar, luego, como prueba en el juicio ejecutivo que —entre lágrimas y recuerdos— comienzo a redactar ahora.

Previo a embargar, claro, la casa —tu casa según registro—, de la calle Aguado en Reconquista porque, finalmente, no estudié filosofía y letras, sino abogacía y al cabo de treinta largos años voy a aparecer por cédula y con citación de remate, Carmen. Tal vez, el paso del tiempo se precipite de golpe sobre tu ser y en la íntima congoja del desengaño llores por el recuerdo de aquel hombre que conociste. Aquel jovencito amante de Almafuerte y Rubén Darío, convertido en ejecutor implacable de tus cosas más queridas.

Seguramente, no te dolerá tanto la deuda, como el envilecimiento que el paso de los días provoca aún en los seres más sensibles. Pero tranquila Carmen, porque en memoria de aquellos tiempos dorados pienso concederte facilidades en mis honorarios. Así sabrás que, de algún modo, la vida no logró opacar todos los destellos de aquel Roberto.

Carmen… carajo…

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *