«Amor se fue; mientras duró de todo hizo placer.
Cuando se fue nada dejó que no doliera» Macedonio Fernández
– Estás listo. Si te pidió tiempo para pensarlo. Estás listo Marcelito —dijo Alberto.
A Marcelo, en ese momento, el diminutivo le iba a medida. El aire ausente, la sombra de una barba rala, el brillo intenso de los ojos, el pelo desmadejado y la lánguida mirada perdida en un punto incierto de la habitación, le daban aspecto de niño afligido, indefenso.
– Va en serio, Chelito. Este no es el principio del fin, sino el fin mismo y cuanto más insistas, peor. Despedite de una sola vez, porque sino te vas a despedir todos los días. Yo se lo que te digo —insistió Alberto.
Con gesto mecánico, Marcelo acomodó la tasa de café meneando la cabeza como quien niega para sí mismo.
Alberto, paternal, le apoyó sus manos sobre los hombros, intentó una sonrisa que quedó a medio camino, dibujándole un gesto ambiguo en el rostro y, no sin pesar, dijo:
– Luisa no vuelve más. Olvidate.
Marcelo amagó un retruque:
-No hay que ir a los extremos Beto. Me pidió tiempo para pensar, dijo que estaba confundida…
Ahora, el gesto de negación lo hacía Alberto.
– ¿Lo ubicás al Negro González?
– Sí… ¿qué tiene que ver? —contestó Marcelo, entre molesto e intrigado.
– Bueno, el otro día estaba haciendo un listado. Un catálogo de lugares comunes para poner fin a una relación. Incluso ensayó unas clasificaciones, según la mayor o menor insidia del que pega el portazo. Mirá si tendrá tiempo el Negro che, hizo un listado y todo. Esperá, que creo tener una copia en el ropero. Esperá.
Desde el dormitorio del departamento compartido llega el pequeño tumulto de una búsqueda afanosa.
Marcelo se deja ir. Se abandona. Despacio, lento, va hundiéndose en un letargo. Una pena lo manea y, como a Macedonio (1), la sombra que ella dejó no le da tregua, ni respiro. Una ausencia la va cubriendo todo y él, se deja ir, se abandona.
Alberto vuelve enarbolando un papel y con voz impostada declama:
-«Necesito tiempo para pensarlo”. “Estoy confundida”. Escuhá estas, escuchá estas: “En otro momento de mi vida hubieses sido la persona ideal”. “Es mejor que nos separemos para poder ver mejor las cosas”. “Sos demasiado bueno para mi”. “No te merezco”. Ahí va un clásico: “No quiero lastimarte”. Y esta tanda no te la pierdas: “Nos enamoramos a destiempo”. “Vos te merecés alguien mejor”. “Démonos una tregua”. “Si lo dejamos ahora, quizás podamos intentarlo más adelante”. “Cuando dije te amo, lo sentí”. “A mí me duele más que a vos”. “Con el tiempo me vas a entender”. “A mí me sería cómodo continuar de este modo”. “Quiero que continuemos como amigos”(2). Creo que no faltó ningún lugar común. Mirá si tendrá tiempo el Negro.
A pesar suyo, Marcelo se sorprendió soltando una carcajada. Alberto aclaró.
– Lo que el Negro sostiene, si tendrá tiempo, che, es que muchas veces, no conforme con dejarte en pampa y la vía, encima, te mortifican.
Marcelo arrugó el entrecejo en gesto de interrogación, al tiempo que una pequeña sombra le iba apagando la risa.
– Claro. Con abandonarte está bien. Nadie está obligado a querer que, como dijo Nietzsche,(3) los sentimientos son involuntarios. Más sucede, que alguna gente se ensaña. La frase, «no quiero lastimarte». Suena a piedad, a lástima. Te plantan y encima te rebajan. Es preferible un corte abrupto, así dan pie para el rencor, para el odio liso y llano, porque del otro modo aparecen como samaritanos, como gente de corazón, que uno quisiera tener toda la vida al lado.
Marcelo consintió tímidamente, con gesto cercano al desdén.
—“Necesito tiempo para pensarlo” —dijo Alberto, mientras achicaba los ojos en gesto inequívoco de contrariedad—, no solo lo pensaron, ¡ya lo decidieron carajo! Y, en lugar de mandarte la carta documento, ten encadenan a esa espera infinita, como el médico que ante el hecho inevitable de la muerte, opta por la frase hecha: «esperamos un milagro». Y, entonces, comienza una agonía, una espera de lo inevitable y luchamos contra el destino; con una esperanza vana. Porque todo lo que nos queda es una ilusión, las hilachas de una posibilidad a la que nos aferramos con desesperación aún sabiendo, como sabemos, que el único milagro que no va a ocurrir es el de la vida eterna. De modo que mejor nos vamos resignando.
Marcelo ya no escucha. Sumido en un pensamiento espeso y recurrente que lo adormece adopta un aire sombrío. Advertido de la situación, Alberto se retira pudorosamente.
– Mejor te dejo sufrir tranquilo; ¿no Chelito?
Marcelo asintió. Desempolvó la sonrisa menos triste que tenía compadeciéndose (justamente él) del cándido esfuerzo de su amigo por distraerlo, por aliviarle la pena.
Una última recomendación. No la llames. ¡Ah!… Y tampoco vayas a Parque del Sur el sábado por la tarde. ¿Prometido?.
– Prometido Beto.
En el atardecer del sábado, con aire reconcentrado y paso cansino, Marcelo desanda Parque del Sur. La ve sentada en un banco frente al Convento de San Francisco, a la vera del lago, apoyada en una ventana del Museo Histórico, sobre la fuente de piedra, en la plaza del Centro Cívico. Luisa lo mira. A veces arrogante, otras con ternura, muchas, indiferente. De pronto, camina a su lado o viene a su encuentro. Y él, la descubre y la pierde con paso anhelante, con mirada encendida. Luisa. Luisa repetida hasta el infinito, hasta el cansancio, casi hasta la resignación. Obsesivamente Luisa.
Abre el cuaderno, y garabatea unas anotaciones: «En esta vida todo ha sido hecho para concluir. La única certeza que tenemos luego del primer día, es que va a existir un último; fatalmente.
Entonces, sin saberlo, vamos despidiéndonos, abandonando, inevitablemente, aún las cosas más queridas. Lo eterno es ajeno a nuestra naturaleza y la palabra siempre no ha sido creada para un ser que tiene principio y fin.
La conciencia de nuestra finitud debiera atenuar los momentos aciagos, alumbrados por la idea de lo efímero, lo pasajero…»
¿Qué importa si es cierto o mentira?, se dice Marcelo. Si esas palabras así enlazadas encierran una verdad o un embuste fenomenal, un verso, un macaneo. Escritas así, leídas así, dichas así, con tono docente, con la seguridad del que vivió o sobrevivió a la situación, parece todo tan claro. Y, sin embargo…
La noche avanza húmeda y fría sobre el parque, los últimos caminantes abandonan el lugar. La penumbra que comienza a insinuarse debajo de los árboles, la austera soledad del convento, el rumor de la fuente, dan sensación de desamparo, y temor. El aleteo de pájaros invisibles lo sobresalta. Marcelo comienza a sentir la hostilidad del Parque, la hostilidad de la ciudad toda. Ya comienza la noche. La noche de un día sin Luisa.
Abre el cuaderno. Después de la última letra hunde el lápiz y coloca un punto. A continuación escribe: Luisa. Después, con letra firme agrega: punto final.
No pasa una semana que, desde el estruendo de la mesa del fondo, surge la figura del Turco que sale al encuentro de Marcelo. A esa hora de un viernes el Club Bochas Candioti hierve de comensales vociferantes.
– Te juro que si no venías te iba a buscar. Enviudaste y hay que festejarlo Marcelito —grita el Turco mientras lo abraza fraternalmente.
– Las minas son todas iguales nene; dejá de lado a tu vieja y las demás están hechas de molde.
Marcelo, guiña un ojo en señal de complicidad y el Turco se sienta a su lado mientras, los demás comensales de la peña, debaten acaloradamente sobre las condiciones de un jugador de Colón.
Marcelo se esfuerza por participar de la reunión y el Turco aporta frases hechas para levantarle el ánimo: “con tu pinta Marcelito y haciéndote problemas por una. Mirá si yo tuviera tu edad Chelo, con 19 años me iba a lamentar y todo. Viviste el momento viejo ¿qué más querés? Vamos nene que hay siete por cada hombre, te estás perdiendo las otras seis”…
Después de unas copas el Turco estaba sentimental y espeso como tango de cantina. Refería hazañas amorosas que, inevitablemente, iban a parar a los extremos. A veces, dejaba plantadas a novias inocentes en el altar como un auténtico canalla. En otras, era traicionado por su mejor amigo al que, encima, le había salido de garantía. Cada historia muere, fatalmente, en una frase: las minas son todas iguales.
Marcelo, que no se había quedado atrás con las copas, lo escucha emocionado en el sopor de una embriaguez primera, conmovido por el tosco empeño del Turco en sacarlo del pozo. Sin mucha ciencia, sin refinamiento; ese amigo simple, bonachón y sentimental le hecha una cuarta desde el fondo de su corazón rústico, donde no anidan los matices, ni las dudas; donde, con la honrosa excepción de la vieja, las minas son todas iguales. “Para bien y para mal, Marcelito”.
Al final, el Turco lo llevó hasta su casa. La radio del auto a todo volúmen incitaba a amores fáciles y ardientes con ritmo de cumbia. El polarizado de los vidrios acentuaba la oscuridad de la noche santafesina. Al llegar frente a la casa, el Turco bajó el volúmen de la radio y lo apercibió con aire paternal.
– No te calentés Chelito. Todos tuvimos un metejón. Ya va a pasar. Dale tiempo al tiempo y vas a ver que va a pasar.
Una ternura inmensa lo ganó a Marcelo y sintió que un puño le oprimía la garganta. Apretó fuerte el hombro del Turco y con emoción alcanzó a decir.
– Gracias viejo. Gracias por todo.
El Turco subió el volúmen y puso primera. El auto que se pierde en la oscuridad, deja la estela pegadiza de un ritmo cumbiero: «…que te quiseee demasiado/y que nadie te ha querido como yooo/Así es la vida de caprichosa…» (4)
A Marcelo, la llave se le agiganta frente a la estrechez de la cerradura. Finalmente, logra entrar. Con paso vacilante llega a la heladera y destapa una cerveza, sobre una pequeña mesa descansa un libro de Oscar Wilde. A voz de cuello y con aire solemne lee una estrofa: «Y todos los hombres matan lo que aman,/ que lo oiga todo el mundo,/ unos lo hacen con una mirada amarga,/ otros con una palabra zalamera;/ el cobarde lo hace con un beso,/ ¡el valiente con una espada!»(5). Una furia negra le va subiendo por los brazos. Toma el libro con iracundia y, mientras lo agita frente a sus ojos, le grita:
– ¿De qué te servió eh? «Amo y señor del lenguaje» y ¡¿de qué te sirvió. eh?! ¡Contestame ahora mismo Oscar! De qué te sirvió tanta erudición, tanta sensibilidad, si terminaste como el peor por no poder controlar una pasión. ¡Contestame la puta madre! ¡Contestame de una vez!
La botella cae al piso y Marcelo camina con paso vacilante hacia el dormitorio. La boca pastosa, la saliva amarga y las sienes oprimidas por un peso excesivo. Se apoya en la pared, que parece ceder al contacto, y trastabilla. Cae al piso con estruendo de sillas y desde allí vocifera:
– Dalmiro dixit. Dalmiro dixit: «Si querés ser felíz una noche: emborrachate. Si querés ser felíz una semana: casate. Si querés ser felíz toda la vida: hacete jardinero»(6). ¡Andá a la mierda Dalmiro!, ¡andá a la mierda con las frases lindas que no se pueden ejercer! ¿No me escuchaste? Entonces te lo digo de nuevo: ¡andá a la mierda Dalmiro!
Como una criatura grotesca, Marcelo comienza a incorporarse; un mechón de cabello le cae sobre los ojos turbios. Adivina en la penumbra la puerta del dormitorio y acomete con decisión. Carcajea y grita: «son todas iguales. Tenés razón Turco, son todas iguales. Menos la vieja, eh… con la vieja no te metás Turco, eh». Y luego: “que te quise demasiado/ y que nadie te ha querido como yo”. Antes de caer fulminado por la borrachera tiene un último recuerdo, una última visión:
Buscó su boca y la desencontró. Con torpeza apoyó sus labios en los de ella buscando la armonía, la exacta convergencia, la comunión, el punto definitivo donde amoldarlos y no lo encontró. La humedad cálida y turbadora de su aliento le enloqueció el corazón. Las manos ávidas tocan y acarician, como las de un ciego, el cuerpo desnudo tantas veces imaginado. Y ella lo invade, lo roza, le abre sus puertas, lo deshoja. Lo protege y lo abandona. Se va para no volver y vuelve definitiva para dejarlo exhausto. La primera vez Luisa. La primera vez.
– Y, sí —dijo Alberto—, la inolvidable, la irrepetible, es la primera vez. Parece una frase hecha, una verdad de perogrullo, pero es así.
Marcelo siente el gusto agrio de su boca. Una niebla espesa le adormece los sentidos. Por la ventana se filtra, pálido, un rayo de luz que le hiere las pupilas. El reloj está por llegar a las seis, de una fría tarde de agosto. La voz de Alberto retumba en su cabeza.—Te aseguro Beto que, cuando tenga algo de conciencia, no me voy a olvidar jamás de esta borrachera, ni del Turco con sus consejos de café, ni de Oscar Wilde.
– No, no refería a eso. —Interrumpió Alberto.
– De esta primera curda no me olvido más pero voy mejorando Beto, voy mejorando; a Borges le dolía una mujer en todo el cuerpo(7), bueno, a mí me duele solamente acá. —Dice Marcelo tomándose la cabeza.
– No, no, esperá. Yo me refiero a la otra primera vez. A la única, a la irrepetible, como decías anoche, como insistías anoche; a la de Luisa.
Marcelo emerge del bochorno de la resaca, súbitamente avergonzado, profanado en su secreto más íntimo, más querido y, por ello, más celosamente guardado.
– ¿No te acordás Marcelito? Me lo contaste anoche, cuando te levanté del piso y me cargoseabas con que querías cantar cumbia, y que la primera vez era única, pero tranquilo que muere conmigo.
Se incorpora lentamente de la cama con gesto grave. Algo indefinido en su mirada, súbitamente lucida, le confiere autoridad.
– No. No es así —dice Marcelo con voz segura.
La última vez, la última vez. No lo sabía y, sin embargo, te amé de otro modo y la prefiero a otras, la prefiero a todas Luisa, porque esta sí era la definitiva, porque esta sí era para siempre.
– Me lo dijiste vos Marcelito y, borracho y todo, te doy razón: la primera vez es inigualable, no hay como la primera vez.
Allá lejos sentía que se apagaba la llama y, entonces, me aferré con desesperación y pasión de última vez, a mitad de camino entre el encono y el amor, con la esperanza rota, con las sombras de la primera soledad en las espaldas. Marchitándome con tristeza de viejo.
– Te digo que no, Beto.
Salí de tu cuerpo mal herido, con una sabiduría nueva y amarga marcada en la frente.
– ¿Quién te entiende che, te doy la razón y me decís que no?
Por eso seguí besando una y otra vez —hasta el final—, no ya tu boca inolvidable, sino el recuerdo imborrable que ya empezaba a ser, del fantasma maravilloso y amado que me visitaría hasta el final, rimándome los versos y entonándome las canciones, dejándome solo por primera vez porque esa —¡ay, si lo hubiese sabido!— era la última vez.
– Así duela, así mortifique, así mate, si pudiera elegir, quiero que sea como la última vez (8). —Dice Marcelo antes de quedarse dormido con una sonrisa en la boca.
- Fernández, Macedonio: «Obras completas», Ed. Corregidor. «La ella —sin— sombra», pág. 71.
- Los lugares comunes me fueron confiados por amigos, conocidos, personas y personajes que aportaron desinteresadamente las frases que dijeron o padecieron.
- Nietzsche, Friedrich: “Humano, demasiado humano”, Obras completas, Bs. Aguilar, 1965, T. III.
- El Turco escucha «Así es la vida» en versión de «Los palmeras».
- Wilde, Oscar: «La balada de la cárcel de Reading», Ed. Plaza Janés.
- Sáenz, Dalmiro: cito de —mala— memoria, juro que la frase es de él, pero no pude encontrar el libro.
- Borges, Jorge Luis: «El oro de los tigres» (1972), poema “El amenazado”.
- Fontanarrosa, Roberto: “Una lección de vida”, pág. 14; en contra de Marcelo, dice que la que se recuerda es la primera vez.