“…empezaré por reconocer que soy un autor desconocido o, tal vez con más exactitud, un autor ignorado.” Los buscadores de oro. Monterroso, Augusto
I
Ganar. Quería ganar. Y, como no pude decirlo en su momento, me desahogo escribiéndolo.
De puro tímido, no quise abrir la boca hasta el momento mismo de la victoria cuando, ya sin temores, pudiese proclamar a los cuatros vientos: “Gané”.
Lo que son las cosas. Sentir que podía ser el mejor me daba pudor, vergüenza. Tener que explicar que sí, que me había impuesto a no sé cuántos; que en el fondo, las dudas sobre mis condiciones no eran más que una táctica, para tomar desprevenidos a los otros. Sí, sí, como escuchan, gané cómodamente, con clara diferencia.
Y eso que no soy competidor nato, un obsesivo de los triunfos. Será que a fuerza de darme contra las paredes aprendí una verdad elemental: la competencia más importante ―sino la única― es con uno mismo. La gloria a que puede aspirar el ser humano se logra sin mover un dedo y, sobre todo, sin que nadie se entere.
Mas esto era diferente y no por mí, sino por algo que yo era o, por mejor decir, quería ser.
Porque mi sueño de siempre fue ser escritor. Aspiración trunca, sueño a medio terminar, entre relatos malogrados y una prosa que no logró afianzar un estilo propio, que nunca pudo atravesar la cerca amistosa de la familia, los conocidos. Si pudiese definirme, acomodarme a las estrecheces de un concepto, diría que soy alguien que escribe sin ser escritor.
Soldado de ese ejército de desconocidos que, al cabo de una jornada laboral, se sienta a expresar algo que lo corroe, lo emociona, le duele, lo alegra o, sencillamente, le impide vivir o le ayuda a hacerlo. Frente a una máquina o con un simple papel en blanco comienza el trabajo artesanal de la escritura. Tarea ardua de asentar en signos lo inexplicable. De garabatear emociones y pensamientos inasibles, mañeros, tercos como ellos solos, que huyen sin dejarse atrapar.
Sí que es un ejército. Numeroso e invisible, además. Gente de toda condición labra esa tierra árida suponiendo que algún día germinará la semilla. Rimas elementales, prosa precaria, discursos de fin de año, cartas a correo de lectores; forman, entre otras, la heterogenia obra de los que sueñan ser escritores.
Legión a la que no le faltan detractores. Un Sr. literato como Isidoro Blaistein renegaba de ellos (nosotros), porque en su criterio no faltan escritores, sino lectores. Claro, lo dijo cuando ya tenía su obra publicada. Y bien extensa, además. Así cualquiera.
Pero nosotros, mejor dicho, yo (no quiero escudarme en la multitud) soñaba con publicar un libro. Mi libro. ¿Un vanidoso? No, un hombre nomás. Que en eso no me diferencio del más genial de los escritores.
Es cierto que varios de los mejores juraron que no se creían dignos de edición. ¿Por qué publicar, entonces? ¿Quién o qué los obligaba? Seguramente, ellos sabían que lo suyo valía la pena y, también ―no tan en el fondo― soñaban con ser reconocidos.
Reconocimiento que nada tiene que ver con la gloria y menos con el éxito. Se trata de ser leído, nomás. Pocas labores hay más solitarias que la creación literaria, pero concluido el trabajo surge la necesidad de una compañía que solo el lector puede brindar. De lo contrario, bastaría con encender un fósforo como Gogol con “Las almas muertas” u ordenar la prohibición de la publicación como hizo Kafka con su albacea. Ilustres excepciones al principio, tan humano, de escribir para ser leído. Y para quien diga lo contrario, pongo a disposición los fósforos. Manga de hipócritas.
Se admita o no, ser leído es el norte que persigue cualquier escritor. Una vez conseguido el objetivo (que no es poco), cualquiera puede darse el lujo de hacer la parodia del modesto o el rebelde. Para quienes no alcanzan esa meta, procurar lectores es tarea que genera más desazón que alegría. Henry Miller se avergonzaba de haber atormentado a sus amigos con lecturas privadas. Claro, seguramente, cuando lo hizo no era Henry Miller. O sí, ya era Henry Miller, pero no el que llegó a ser.
Y, como por ahora, no soy el que algún día ―¡Oh, Dios mío!― seré, no me queda otra que leerle a mis amigos. Me revuelco en esa ignominia Henry, pues no solo les leo a mis amigos, sino a mi familia, a mis vecinos, a los compañeros de trabajo, a los conocidos, a los allegados. A todos. Siento alivio al hacerlo y una profunda vergüenza al concluir. Un arrepentimiento en eso de andar mendigando un lector, de ofrecer un servicio puerta a puerta que no siempre ―nunca― es gratificante. Es que no me sobran lectores. En verdad, no tengo quien espere con ansiedad la aparición de un nuevo trabajo.
Y, cuando concluyo un relato, lo veo como una criatura inerte. Leo y releo decenas de veces la trama y, aún cuando íntimamente sienta que sí, que vale la pena, ese corazón no late hasta que ojos distintos a los míos se posan en él. Señores escritores, así, con mayúsculas. Celebridades literarias del mundo entero: yo sí quiero publicar. ¡Yo sí quiero que me conozcan!
Bueno, me perdí … ¿En qué estaba? ¡Ah! En que quería ganar, porque lo que había visto en el diario era un aviso: “Certamen literario”, decía. Para escritores inéditos, agregaba.
También eso da cierto pudor: participar en un concurso denuncia orfandad de méritos. Llegar a los 50 años inédito, como Dios lo trajo al mundo, lejos de ser un blasón es una suerte de afrenta o dolorosa manifestación de que se fracasó miserablemente. Imposible no pensar que, a esa altura, cualquier escritor que se precie de serlo tiene obra importante sobre sus espaldas. Por no mencionar a los que ya de jóvenes descollaban con sus trabajos.
Pero, a qué pensar en comparaciones odiosas si, finalmente, tenía una oportunidad para salir del anonimato participando en el género “Cuento”. Cuento, que según el reglamento, no debía superar las 8 páginas, escrito en tipo de letra tamaño 12, en hojas A4. Por triplicado, además, firmado con seudónimo.
Para mis adentros, siempre sentí que el cuento era mi fuerte. Hace algunos años, una de las adorables víctimas, a quien leí uno de mis trabajos, tuvo la gentileza de decirme: “tenés capacidad para contar historias”.
Atesoro aquel solitario elogio en lo profundo de mi alma literaria. Y, cada vez que sentí mis fuerzas ceder, me aferré a esa frase para sentirme reconfortado y seguro. Ese único aliciente me llevó a continuar y la perseverancia me dio como fruto una cantidad razonable de cuentos de los cuales debía elegir uno para entrar en competencia.
Como ya lo explicó Cervantes, no tengo que decir que las obras son las hijas del autor. Sí, en cambio, puedo agregar que ningún padre sabe ―ni puede― elegir entre su prole al vástago más capaz, al mejor producto de sus entrañas. Lo que falta en uno está sobrando en otro y el equilibrado carece de ese toque de locura que lo hace diferente. No, no es fácil elegir.
Pero las estrictas exigencias del certamen me hicieron el favor que necesitaba. Al que se llevaba mis palmas le estaban sobrando como tres hojas. Había varios “ensayos” y, de los cinco que se adaptaban a los requerimientos, a tres no los sentí con la fuerza necesaria para competir.
Total, que de ir deshojando la margarita (lo quiero mucho, poquito, nada) me quedé con ese pétalo orgullo de mi tropilla titulado: “Tiempo perdido”.
Era mi cuento mejor logrado. Había respetado a rajatabla la estructura del género. Un desarrollo ligero sin ser superficial, expresado en estilo coloquial sin ceder a la vulgaridad. Una trama que parecía oscurecerse al llegar al nudo de la cuestión y un desenlace desconcertante, inesperado, que dejaría al potencial lector (algún día llegaría) sentado en la punta de la silla con una sensación ambigua, entre el asombro y la melancolía.
II
“Hoja A4, letra time new roman, interlineado 1,5. Margen superior 4,5cm., inferior 2cm., márgenes izquierdo y derecho 3cms.”. Menudo lío. El cuento entraba con calzadores a las exigencias formales. Por el tamaño de la hoja y lo demás no había inconvenientes. El problema estaba con los márgenes. Los había configurado a conciencia, mas como no le sobraba ni un solo renglón; me ganó la incertidumbre.
Imaginaba a uno de los jurados en su sillón reconcentrado y perplejo. Mi cuento en una de sus manos, en la otra, una copa de licor. Al llegar al final, al borde del sillón, entre el asombro y la melancolía; apoya el relato en una mesita ratona y consternado llama por teléfono. “Tengo en mi poder una obra de arte. Un cuento maravilloso titulado “Tiempo perdido”. Es perfecto en estructura y contenido. Pero no me vas a creer: ¡el autor no respetó los márgenes! ¡Te juro! Me parte el alma por él y por el resto de la humanidad que no va a poder disfrutarlo, pero las exigencias formales son muy estrictas. Así que…”.
III
“El trabajo debe ser presentado en tres juegos impresos de un solo lado, de modo que haga fácil su lectura, y puede ser presentado personalmente en la administración del diario o remitido por vía postal colocando “Certamen literario””.
¿Qué necesidad hay de imprimirlo de un solo lado? pensaba mientras me dirigía al correo con un sobre de respetables proporciones. Otro en mi lugar, lo hubiese llevado personalmente al diario.
Otro, yo no. Sentía pudor. Apersonarme al diario, con tamaño sobre bajo el brazo me figuraba la presentación de un curriculum, un pedido desesperado de trabajo. Y en esos trámites no se teme a lo desconocido, sino al conocido.
Nomás llegar a un lugar con intención de pasar desapercibido para topar con vecinos o allegados:
– Comencé a trabajar en el diario la semana pasada.
– Mirá que bien.
– ¿Y vos que hacés con ese sobre?
– Eh…
– ¡Ah! venís por el concurso. No sabía que escribías.
– Bueno, sí, algo.
– Jamás lo hubiere imaginado, ¿tenés algún libro publicado?
– No, no tengo ningún libro publicado…
El Sr. Canoso, con aire de aburrido, comparte conmigo el colectivo que tomo todas las mañanas para ir al trabajo. Invariablemente, ocupa el segundo asiento de la izquierda y se baja dos paradas antes que yo. A fuerza de cruzarnos a diario, trabamos esa relación incómoda y superficial de las ciudades. Lo conozco, pero no sé quién es. Él sabe quien soy pero no me conoce.
Al entrar a la oficina del correo, el Sr. canoso del colectivo me echa una mirada entre sorprendida y cordial. Le entrego el sobre, devolviéndole una sonrisa de compromiso. Lo coloca en la balanza y, sin disimulo, verifica el destinatario. En letras mayúsculas está el nombre del diario, más abajo subrayado “Certamen literario”. Se le dibuja una sonrisa en el rostro y, antes de colocarle la estampilla, dispara: “no sabía que Ud. era escritor. ¿Tiene algún libro publicado?”.
IV
“Los trabajos podrán ser presentados hasta el día 30 de junio. Los resultados se darán a conocer con la edición del 30 de agosto de este diario”.
El sobre lleva el matasellos del 27 de junio, de modo que resta esperar. Lo fácil que resulta escribir: “resta esperar”. Ejercitar lo escrito es bien diferente.
Todos y cada uno de nosotros esperó alguna vez. Desde el colectivo, hasta el resultado de una biopsia. El esperar, el saber esperar, es un arte cuyo dominio supone paciencia y, por sobre todas las cosas, una clara inteligencia para que la ansiedad no nos desborde y, dependiendo del objetivo aguardado, saber sopesar los méritos hechos con el resultado a conseguir.
Si un hombre debe combinar a conciencia tales exigencias, puedo decir sin vacilaciones: no sé esperar. No esta vez, al menos.
Una ansiedad creciente me atolondraba los actos cotidianos. Estaba irritable e inapetente. No faltó la reacción alérgica en la piel y la discusión a voz de cuello con alguien que no recuerdo, por motivos que ahora ignoro. Es que en la superficie mi vida era normal, pero en el fondo subyacía un anhelo como no había tenido nunca.
Y eso que no me abandoné a la ilusión sin reflexionar pues, al fin y al cabo, era solo un concurso y uno menor si se quiere. No había editorial por detrás, sino un simple periódico. El premio era una publicación, sí, pero seguramente ocasional sin otra repercusión que la felicitación de algún compañero de trabajo (¿así que escribís che?) o la mirada inquisidora de algún desconocido con cara de preguntarse ¿de dónde conozco a este tipo?
Soy predominantemente racional, pero las consideraciones que intentaba al respecto eran débiles frente a un optimismo creciente que confrontaba con una sensación de última oportunidad. Nada, nadie, indicaba que un simple resultado, una elección sometida vaya uno a saber a que criterios, pudiera ser determinante para el sueño de toda una vida. Sin embargo, estaba dominado por las tensiones de esos extremos que me zarandeaban de modo más intenso a medida que se acercaba la fecha del veredicto.
V
“Y llegó el día”.
Esa frase: “y llegó el día”. Jamás sería empleada por un escritor que merezca llamarse tal.
Una pluma decente no acudiría a un lugar común para marcar el momento clave del relato, y menos, para iniciar un capítulo.
Un profesional de la escritura, echaría mano a los recursos del oficio para hacer llegar “el día”. Pero caramba, si es el punto álgido de la historia, a qué arruinarlo con semejante frase hecha. Si lo inevitable va a acontecer, es mejor que se deslice naturalmente en su cauce y explote en la cara del desprevenido. Una buena artimaña es la descripción de lugares (que es el modo de que el tiempo no pase) para que el lector arribe mansito y anhelante al sitio que se lo quiere hacer llegar. La ansiedad debe ser del que lee, no al revés.
Maestros de la insinuación cada prócer del relato, a su modo, va plegando morosamente la cuerda para llegar al famoso “nudo” de la cuestión.
Consciente de que esa falencia ―junto a otras― me separan de mi sueño. Sabedor de que de puro primerizo me dejo arrebatar por las sensaciones y el vértigo de la historia escribo sin más explicaciones: llegó el día.
La noticia venía impresa en el Suplemento cultural del diario. Quién sabe si mis ojos o mis dedos llegaron primero a esa página 3, donde con letras de molde se anunciaba que mi cuento “Tiempo perdido”, finalmente, y luego de una ardua selección había sido… descartado.
¿La verdad? ni lo mencionaban. Lo deduje porque las letras del título anunciaban el triunfo de otro. Alcance a leer algo así como “Joven santafesino dueño de un particular estilo coloquial que no cede a la vulgaridad …” y ya no pude más.
En la vida de todo hombre hay pequeñas tragedias. Mínimas laceraciones en el cuerpo por las que la vida se va yendo sin que pueda percibírselo. Así anda uno distraído goteando por esos tajos las ilusiones, las esperanzas que lo mantienen vivo, hasta que un día ―ya débil― nuestro corazón deja de latir, y muere lo mejor de nosotros, y deambulamos por el mundo puro armazón sin nada que nos sustente.
Paradojalmente, las grandes desgracias tienen remedos de consuelo. Tan evidentes son que no puede faltar el abrazo, la palabra de aliento, el hombro donde llorar esa inmensa pena que nos abre el pecho de par en par.
Pero la íntima desgracia de perder un sueño, aún un sueño mezquino, no admite consuelo; porque jamás reconoceremos frente a los demás que nuestra maltrecha vanidad necesita contención, que nuestro orgullo mal herido pide en silencio (porque es orgullo) una mano que lo sostenga en la mala hora de la adversidad.
El suplemento cultural del día sábado me ha inoculado su veneno. Descansa ahora sobre la mesa ―animal silente― viendo la agonía de su presa. La página tres canta su victoria. Son las 7 de la tarde y, sin darme cuenta, he muerto.
VI
A esa hora de la madrugada la ciudad está desierta. Tomar por calle Mitre rumbo al sur. Llegar al Boulevard y, de allí, girar hacia el este.
Lo que podría denominarse mi obra consta de 22 trabajos. Quince cuentos, cinco ensayos, dos trabajos de opinión. No deben superar las 70 hojas. Están prolijamente ordenados en una carpeta de tapas moradas que llevo contra mi pecho. Mis brazos hacen la cruz de San Andrés para contenerla y avanzo solitario, como protegiéndome del frío húmedo que exhala la proximidad de la laguna.
Al pasar frente a la vieja estación de trenes, un señor que espera por el colectivo me mira con desconfianza. Siempre hacia el este cruzo Alte. Brown y llego a la Costanera. Salto las barandas de protección, y camino por la vereda de adoquines que llega hasta los bordes terrosos de la Setúbal.
Se amontonan en el lugar restos de pescado, camalotes y botellas vacías. El agua marrón se estremece empujada por una brisa que viene del este anunciando lluvia.
Las obras son “hijas del entendimiento”. Me acurruco en el único lugar exento de mugre y humedad. Lentamente, despego la carpeta de mi pecho. Hay algo doloroso y desesperado en el movimiento. La abro de par en par y, de a una, voy repasando cada historia.
Si he podido engendrarlas puedo también matarlas, sin que pese en mi conciencia. ¿A quién le importa? A nadie. A nadie le importa. El castigo será el olvido. Mañana mismo, sin que nadie se entere, la noticia dará la vuelta al mundo. Padre desesperado asesina a sus hijos, se lo condena a indiferencia perpetua. Homicida anónimo ultima a vástagos ignorados. Se desconocen las causas, el autor y las víctimas. Muerto en la víspera por la mordida del periódico, el ignoto criminal no pudo suicidarse.
El primero en caer al agua es “Tiempo perdido”. No se resiste. Se deja llevar por la corriente y la blanca hoja A 4 con el título es la primera en desprenderse del resto. Un remolino la hace girar lentamente y el margen inferior se hunde anunciando el inminente naufragio de la formación.
Una a una van cayendo las historias. Se ahogan mansamente, se diluyen derivando hacia la nada. Desde mi sórdida atalaya asisto a la tragedia, como el capitán de un barco que se va a pique. No me hundiré con él. La cobardía da esa astucia mezquina que permite defendernos de nosotros mismos.
Retrocedo instintivamente, buscando la seguridad del murallón en la espalda. El contacto con la pared rugosa me confiere alivio.
Veo las hojas flotando sobre las aguas opacas, indiferentes a su suerte. Como un ejército de niños que marcha hacia el desastre, gallardamente y sin temores.
Siguiendo un sagrado impulso, busco la lapicera que siempre llevo conmigo.
Abro la carpeta que albergó tanta vida y, a falta de hojas, en la tapa misma escribo un título: “TIEMPO PERDIDO” y entre lágrimas de humillación y esperanza comienzo a escribir: Ganar. Quería ganar…