La enseñanza de Roberto Sanchez

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El ídolo de mi niñez fue Sandro. Este público y tardío reconocimiento efectuado en menos de un renglón me genera alguna incomodidad.

Es que el hombre que soy juzga severamente al niño que fui, sin advertir que los gustos originales, al fin y al cabo, constituyen innatas y naturales inclinaciones. Antes que me lo apunten, advierto el contrasentido de que una mayor experiencia, lejos de hacernos más tolerantes con nosotros mismos, las más de las veces, nos constituye en implacables examinadores de nuestros gustos primeros. Un mayor cúmulo de conocimientos, en definitiva, no garantiza sabiduría.

En tren de confesiones, admito sin modestia que, al menos en mi pueblo, fui el primero y el mejor en cantar con estilo calcado sus canciones. Es cierto que luego vinieron cataratas de imitadores pero, a diferencia de ellos, yo no quería imitar sino, lisa y llanamente, “ser Sandro”.

Las razones de aquel encandilamiento son variadas y algo confusas.

Es probable que El Gitano haya sido un revolucionario, no tanto de la música, sino de lo que hoy en día llamamos espectáculo. El creador de un estilo que encontró en jóvenes y niños la adoración, que fue directamente proporcional a la antipatía que le profesaba la gente mayor. Un showman cuyo mérito primero fue no temerle al ridículo sabiendo, como saben los precursores, que lo que hoy es motivo de burla mañana será copiado sin remordimientos por ejércitos de  detractores.

No son pocos, sin embargo, los que sostienen que, lejos de ser el hacedor de un modo, El Gitano fue un simple imitador de Elvis Presley.

Sucede que, en el arte en general y en la música en particular, todo ha sido creado; de modo que, lo único que queda, es copiar con alguna decencia. Y que esto no sea una justificación pues, en lo que a mí refiere, la existencia de Elvis me fue revelada mucho tiempo después. De modo que cuando por fin lo descubrí me pareció una mala imitación de mi estrella. En esta particular, aunque sincera visión, Presley fue siempre un mal original de una copia excelente.

Como este escrito no lleva orden alguno, me permito volver sobre el carácter revolucionario del ídolo de América. Si por exigencias “setentistas” algunos no le confieren esa condición, al menos coincidirán conmigo en que el hombre fue un provocador. Comenzando por su nombre artístico: Sandro. Por aquellos años había que tenerse mucha fe para optar por un alias decididamente femenino; a medias desvirtuado por esa “o” final que le daba un carácter incómodamente ambiguo. Muchos de los varones que caminan por estas tierras llevan su nombre sin saber que, a fuerza de ponerle el pecho al prejuicio, hubo un precursor en aquello de obviar los géneros para ganarse un nombre.

Claro que fue un provocador. Un tipo estrafalario, cuyas condiciones de cantante, seguramente,- pueden ser blanco fácil de críticos exigentes. Un exagerado intérprete de canciones directas, simples. Un feo con berretines de galán barrial, osado con trajes de cuero ceñidos sin piedad al cuerpo cimbreante. Un artista que, vaya uno saber por qué, se emperraba en mechar la letra “i” donde menos se lo pensaba. Y así, no era la noche la que se escondía en su pelo, sino la “nochie”. Cantor que, en medio de afiebradas letras de amor le imprimía un temblor palúdico a sus palabras. Personaje de películas inverosímiles donde, galán al fin, terminaba por conquistar a la chica más linda en base a canciones azucaradas, nunca exentas de algún dolor que se cruzaba como para negarle el final feliz que todos esperábamos.

Puede que resulte una metáfora desafortunada pero, así como en la vida se nos extravían o pierden algunos objetos queridos, la presencia de El Gitano se perdió en mis días sin que se me ocurriera buscarlo por algún lado. De vez en cuando aparecía en la pantalla y me sucedía lo que con los antiguos conocidos: una vieja corriente de simpatía le daba energía inicial al encuentro y luego se diluía, para dejarme cara a cara con un extraño.

Solo una vez en estos tiempos logró despertar mi curiosidad. Fue cuando frente a cámaras y micrófonos presentó a su esposa en sociedad. Esa sola imagen me representó el doliente paso del tiempo y sus devastadoras consecuencias. Definitivamente, no tuve modo de unir a ese hombretón robusto con aquél ídolo de América que encandiló mi niñez. Desconcierto que terminó por abarcar a la flamante esposa de El Gitano.

Es que la mujer escogida, Olga, se parecía más a nuestras madres que a aquellas diosas de cabellos batidos que El Gitano conquistaba sin remedio a fuerza de canciones. Incómoda y tímida frente a cámaras, hacía perfecta y enternecedora pareja con ese señor mayor que la presentaba en público y, en particular, a sus “nenas”.

Mujeres estas que, invariablemente, peregrinaban a la casona de Banfield para desearle feliz cumpleaños.

Admito, con remordimientos, que ese desfile me producía escozor. Una incomodidad que crecía con la declamación de una pasión vociferada a cámaras impiadosas y aprovechadoras, que despachaban imágenes de esa humanidad desdentada y vencida empecinada en rendir culto a su Dios.

Tarde pude entender que aquellas personas consiguieron lo que yo no pude: mantenerse fieles a los gustos iniciales sin avergonzarse. Me llevó 52 años manifestar una admiración envejecida por los prejuicios, con un temor (¿a qué?) que estas personas neutralizaron, con el simple expediente de permanecer fieles no tanto a otro —como podría suponerse—, sino a sí mismas.

Esa fidelidad sin dobleces tuvo su recompensa. En su póstumo cumpleaños, como pudo, el hombre se encaramó a un improvisado púlpito y, defendiéndose a duras penas de un frío que parecía consumirlo, agradeció la presencia de sus fanáticas con el poco aliento que le quedaba.

Fue un sacrificio en todo el sentido de la palabra. Porque al martirio físico y a la debilidad se le sumó el carácter de ofrenda que el artista hacía a su público. Débil, enfermo, se entregó sin reservas para que esas “nenas” pudieran dorarse con los póstumos rayos del astro declinante.

Ahí estaba el ídolo de mi niñez, brindándose en el escenario que fue su vida; tambaleante, prometiendo caricias que ya no podía dar, fomentando pasiones que no podía satisfacer.

El último aliento de Roberto Sánchez fue el viento que hizo henchir las velas de Sandro, para que la llama del artista pudiera seguir ardiendo hasta el final.

Hace ya muchos años, un jovencito gestó un personaje al que llamó Sandro. Seguramente, fue su mejor creación y seguramente, también, debió enamorarse de ella, como sugería Wilde.

Pero ese amor nunca lo encandiló y, en su clara inteligencia, pudo escindir el hombre del personaje. Todos alumbramos personajes. Parimos artistas, ingenieros, escritores, gerentes, operarios.

Hay quienes se mimetizan con su creación y, otros tantos, son devorados por el personaje y lo interpretan hasta frente a sí mismos, sin advertir que para que ello ocurra la criatura debe fagocitarse al hombre real.

Todos somos “otro” pero, solo los elegidos, son capaces de discernir frente a los demás y ante sí, la esencia del accidente. Roberto Sánchez pudo lograrlo.

Creó un personaje y supo interpretarlo hasta el final, porque Sandro pertenecía al público; Roberto Sánchez, no. Las multitudes lloraron a un ídolo, la Sra. Olga a quien fuera su esposo.

Dijo alguien, alguna vez, que quien verdaderamente falleció fue Alonso Quijano, no el Quijote de la Mancha, porque este último había sido una invención de aquél y un personaje jamás puede morir. El Sr. Sánchez, carente de magia, no tuvo modo de evitar su final. Una enfermedad impiadosa no le mezquinó dolores y suplicios. Fuera del cuerpo martirizado, permanecía inalterada su magistral invención. No hay tumba capaz de encerrar una leyenda, ni muerte que acabe con una estrella. Así es, así debe ser. Tras una penosa agonía falleció el Sr. Roberto Sánchez. Su creación, su personaje, no puede morir, Sandro vive para siempre.

 

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