A Marcial. In memoriam.
Tía Zulema decía que Marcial andaba con esas ideas en la cabeza porque no tenía nada que hacer. Y aún ahora, después de lo sucedido se niega rotundamente a reconocerle mérito alguno.
En el barrio decían que era un tipo raro y hay que reconocer que él mucho no se ayudaba. No es que fuera excéntrico, para nada, solo que tenía gustos poco convencionales. Se desinteresaba abiertamente por el fútbol y jamás llegó a comprender las reglas del truco. La combinación de esas orfandades lo convirtieron, prácticamente, en un paria.
“No le gusta el fútbol, no sabe jugar al truco, falta que no le gusten las mujeres y lo expulsamos a otro barrio”, alardeaba Bertona detrás del mostrador de su boliche. Pero a Marcial le gustaban las mujeres y a las mujeres les gustaba Marcial. De modo que, por ese lado, no lo podían correr.
De cualquier manera, nunca lo terminaron de aceptar y lo resistieron con el encono y la perseverancia que se combate al diferente. Y si fue diferente para el barrio, lo fue también para su propia familia. Al principio, según decía la madre, lo tomaban con simpatía porque creían que era cuestión de tiempo pero, cuando terminó el secundario, no hubo noche en que su padre no le insistiera con aquello de que se tenía que labrar un porvenir; estableciendo odiosas comparaciones con su primo Tito, que estudiaba para Contador, con el hijo de Luisito que ya era abogado “con todo el sacrificio que hizo la familia”
Marcial callaba sin otorgar y, nada que más que para darle el gusto a su familia, fracasó sucesivamente como empleado de farmacia, como secretario del hijo de Luisito y como repositor de super mercado.
Tales reveses, sumados a la silenciosa pero inquebrantable burla del vecindario, colmaron la paciencia del padre, que lo conminó a buscarse un destino -bajo apercibimiento de ponerlo de patitas en la calle-, porque él no estaba dispuesto a mantener vagos que no seguían los ejemplos ilustres de su primo Tito y del hijo de Luisito, que ya era abogado, “con todo el sacrificio que hizo la familia”.
Quien no conociera a Marcial puede pensar que, hizo lo que hizo, para darles el gusto a sus padres, pero no fue así. Los quería demasiado para apañarles una equivocación y su imaginación nunca tuvo más dueño que su propio antojo.
Y solo su libre albedrío lo guió cuando, como un profeta, pronunció aquella palabra:
“Pozos”.
“¿Pozos?”
“Sí”, respondió. “Fábrica y venta de pozos. Pozos de todo tipo, disponibles para cualquier contingencia y en cualquier momento”.
Cualquiera hubiese pensado en una broma pero yo, que conocía su carácter visionario, la voluntad sin quebrantos y su capacidad sin límite, no quise importunarlo con interrogantes y, sencillamente, me sumé al emprendimiento -previo a presentar la renuncia indeclinable al Banco donde trabajaba-, ante el llanto incontenible de mi madre, las maldiciones de mi padre y, por supuesto, los pronósticos agoreros de tía Zulema.
Fue así que largamos con un emprendimiento que revolucionó el mercado.
Al principio, la gente desconfiaba pero de a poco los fue venciendo la comodidad. Si necesito un pozo, ¿por qué mejor no compararlo hecho? A veces, lo colocaba directamente el cliente otras, lo instalábamos nosotros. Contábamos con una interesante variedad: hondos y frescos pozos para aljibes, angostos y profundos para bombeadores, apestosos pozos ciegos, sombríos y tristes pozos para tumbas, arcaicos y terribles pozos de trincheras, prometedores pozos para árboles, pozos de aire para pilotos, pozos depresivos para psicólogos. La niña mimada fue la sección “tragame tierra” para momentos de vergüenza extrema y, por cuestión de tiempo, rechazamos dos pedidos mayoristas: uno de Texas, solicitando veinte pozos de petróleo y el otro, proveniente de Canadá para una excavación de minas de oro.
Quién sabe adónde hubiésemos llegado, de no haber mediado aquél pedido desmedido: un pozo del Quini 6. Al principio, dudamos pero no cumplir hubiese sido traicionar nuestra credibilidad. De modo, que ese mismo lunes, entregamos el primer el pozo de una serie de cinco consecutivos.
A la sexta semana nos llegó una carta documento, revocándonos la autorización para funcionar y después, lisa y llanamente, una demanda de Lotería Provincial. El hijo de Luisito, que se había recibido con tanto sacrificio, nos dijo que si la idea estaba inscripta no nos podían clausurar. Marcial, sencillamente, dijo que las ideas no se matan ni se inscriben y decidió unilateral y definitivamente el cierre de la empresa, ante la desolación de nuestras familias y la sonrisa burlona de tía Zulema.
Algunos pozos que quedaron de rezago los fuimos regalando a los amigos, hasta agotar la mercadería. Finalmente, la Lotería hizo suyos los pozos vacantes y, a diferencia nuestra, nunca los entregó. Pero esa es otra historia.
Marcial no se dio por vencido pero prefirió apuntar más bajo, porque en su opinión, en un país como el nuestro, las grandes ideas solo engendran grandes envidias.
“Nudos”, dijo.
“¿Nudos?”
“Sí”, respondió Marcial. “Fabricación y expendio de nudos. Pero algo chico ¡eh! Nada de nudo gordiano o para la Virgen desata nudos. Nudos para zapatillas de chicos en edad escolar, nudos de corbata para estudiantes del secundario, nudos en la garganta para casamientos y despedidas, algún que otro nudo marinero para salir del apuro…”.
Mal no nos fue, logramos vender unos cuantos y hasta firmamos convenio con dos Cooperadoras Escolares y con la Liga de Amas de Casa. Pero no era lo nuestro. Lo hicimos con el objeto de aquietar las aguas familiares y, sobre todo, para no soportar a tía Zulema, pero todo era forzado, demasiado exigido. Así fue que la llegada del cuello Mao primero y el cierre abrojo, después, nos dio la excusa perfecta para culminar con aquello.
Merced a las influencias de mi padre, me convocaron nuevamente del Banco pero decliné la oferta. Esa misma tarde fui invitado a abandonar mi casa. Papá se encerró en su dormitorio y no salió a despedirme. Mamá lloró lágrimas amargas, mientras recordaba el ejemplo del hijo de Luisito. Tía Zulema se limitó a decir: “yo sabía”.
Para ese tiempo, Marcial llevaba seis meses viviendo en una pensión de Santa Fe, mas precisamente en la calle Francia. Enterado de mi destierro, me convocó a aquel lugar y, antes que apoyara el bolso en el piso, pronunció la palabra:
“Ilusiones”.
“¿Ilusiones?”
“Sí”, dijo Marcial entusiasmado. “Un taller para reparar ilusiones. Pero no cualquier ilusión, sino viejas ilusiones. Te explico”.
“No es necesario, Marcial, yo te acompaño”, le dije.
“Necesito explicarte”, replicó Marcial. “Todo el mundo tiene ilusiones. Algunas abiertamente posibles, como comprarse un auto o una casa. Otras, amplias y difusas como lograr un mundo mejor. Algunas de ocasión, como tener éxito con una mujer o en el trabajo pero, nosotros, nos vamos a dedicar solo a viejas ilusiones y, de ser posible, trataremos de encontrar la ilusión primera de cada quien para restaurarla como Dios manda. El taller lo tengo prácticamente listo y no quería comenzar sin vos”.
La calle Francia tenía una puerta. La puerta tenía un número y, sobre número y puerta, pusimos el cartel: “Reparamos su vieja ilusión. Consulte precios”.
Allí Marcial desarrolló todo el potencial, tuvo su tiempo de máximo esplendor. Hasta en el barrio mismo lo reivindicaron como un prócer. “Empezó aquí”, decían las vecinas alborotadas; Bertone, recuperaba anécdotas inexistentes de un Marcial remoto y querible, mientras tía Zulema esperaba agazapada por tiempos mejores
Hasta allí se llegaron mis padres y los de Marcial una calurosa tarde de reencuentro en que nos abrazaron con emoción, mientras nos halagaban reprochándonos por haber reconocido tardíamente el esfuerzo de la familia.
También vino el primo Tito; ahora, el Contador Tito, y nos dejó su tarjeta, y el hijo de Luisito, que había estudiado con tanto sacrificio, nos ofertó asesoramiento gratis y la firma con una tarjeta de crédito que pretendía utilizar la imagen de Marcial.
No faltaron candidatos políticos pugnando por la foto que imaginaban coronada por la leyenda: “Cumplimos sus ilusiones”. Pero Marcial se negó tenazmente a campañas publicitarias y, por si hiciera falta, le aclaró al hijo de Luisito, que tanto sacrificio estaba haciendo, que en nuestro taller solo se reparaban ilusiones, no se las concretaba. “La realización de un sueño es siempre menor al sueño en si mismo”, dijo definitivo Marcial.
Más no fue tan sencillo. La fama de Marcial comenzó a crecer como una sombra siniestra que, poco a poco, lo fue cubriendo todo. Entrevistas, reportajes, audiencias, peticiones, honores, títulos y homenajes comenzaron a cercarlo como a un animal indefenso. Soportó hasta donde pudo y, finalmente, una noche de desconsuelo pronunció estas palabras: “No quiero que el éxito arruine nuestra empresa.”
Con un amor y una delicadeza que jamás volví a ver, Marcial fue desmantelando su taller. Recogía con cuidado cada una de las maravillosas herramientas del obrador. Enceres únicos, delicadas y secretas piezas pasaban por sus manos y desaparecían en un pequeño bolso que pendía de sus hombros. Cuando la tarea hubo terminado, bajamos lentamente y en silencio las escaleras. Retiramos cuidadosamente el cartel de la puerta y Marcial insistió en regalármelo.
Tomamos por calle Francia hacia el norte y al llegar a Mendoza, nos separamos. Antes dijo palabras definitivas que llevo en mí para siempre. Luego, rumbeó al oeste. El paso cansino, el pelo enmarañado coronando su cabeza excesiva y la pequeña bolsa, colgando de los hombros, fue la última imagen que me regaló.
Finalmente, mi padre logró ubicarme en el Banco y también conseguí un título para coronar tanto esfuerzo familiar. Tía Zulema no disimula su orgullo y no pierde oportunidad de llamarme “Doctor”.
Nadie volvió a proponerme negocios inconcebibles. La vida me domesticó con buena paga y vacaciones anuales. Prolijamente cuidado, a salvo de miradas acusadoras y comentarios insidiosos, un cartel promete tiempos mejores y yo, sigo esperando a Marcial. Siempre.
Abel Antonio: Que lujo leerte!!!
Que lujo el tuyo escribir y compartirlo cumpliendo seguro, una vieja ilusión.
Me encantó!!!