Como muchos de los acontecimientos vitales de mi existencia, aquél fue consecuencia del azar. Es que bien pude haberme distraído un instante, voltear la cabeza en dirección opuesta o, sencillamente, continuar caminando, sumido en pensamientos dispersos y fugaces.
Sin embargo, como una aparición, al final de la mirada, la encontré en los arrabales de una vidriera. Desconfío de lo que llaman destino, de una fatalidad impuesta a nuestros actos creo, como dije, que la pura suerte nos enfrentó en aquella hirviente y limpia tarde del mes de febrero.
Llevaba el color enharinado de los mimos. Sobre la frente, en tirabuzón, caían dos rulos espesos y oscuros. Las cejas en pronunciado arco, tupidas y de color negro, acentuaban el vacío de las hendijas que daban lugar a los ojos. La sonrisa era franca e inocente y por sobre el labio superior la fina geometría de un bigote negro y rectangular daban carácter definitivo a la máscara puesta en venta. Nunca volví a ver, como aquél día, una representación mas fiel del rostro de Charles Chaplin.
Fue en ese momento en que nació la irrevocable idea del disfraz. Esa rápida determinación significó un cambio en mi vida pues, a los 11 años, no tomaba asuntos a la ligera y, las más de las veces, malograba lo que hubiesen sido oportunas acciones, cavilando sobre las razones profundas de actos que, finalmente, nunca llevaría a cabo.
Claro que, aún en la perfección de su forma, la máscara resolvía un aspecto de la cuestión pues, por encima y por debajo de ella, el vestuario no debía desmerecer el personaje. Dada la modestia en que vivía la tarea asomaba compleja. Empeño y buena voluntad, sin embargo, suelen ser sucedáneos de solvencia económica. De abajo hacia arriba, la caracterización fue armada a conciencia, procurando fidelidad hasta en los mínimos detalles, comenzando por los pies.
Es que ningún Chaplin, que se precie de tal, puede andar por el mundo sin unos buenos zapatones que lo sustenten. Dos pares de medias de lana, algodones complementarios y los botines militares de un tío olvidado cerraron este expediente.
Tampoco hubo inconveniente con los pantalones. Abundaban en mi hogar los que llevaban parches sobre remiendos con colores diluidos a fuerza de jabón y tabla de lavar. Una talla holgada, ajustada al rigor de un cinto, hizo el resto.
Concedo que por una vez en la vida, la religión hizo un milagro para mí: como herencia de primera comunión contaba con una camisa blanca inmaculada y un saco que comenzaba a estrecharse, ante el incipiente pero definitivo, crecimiento de mi cuerpo. El torso de mi personaje no presentaba flanco débil pues, lo que hubiese sido un obstáculo insalvable se resolvió favorablemente merced al oficio de mi padre. Trabajaba como mozo en un café de billares y fue él quien me facilitó un fúnebre moño hélice que, junto con el antifaz, constituyeron el orgullo de mi personaje.
El imprescindible bastón de apoyo fue de fácil resolución. Tanto, que hasta deseché un palo de escoba pintado al efecto y opté por el mango de un paraguas despojado de lona y rayos, que lo perdido en fortaleza se ganó en elegancia.
Pero surgirían dificultades. Mi pelo, duro y lacio, quedaría al descubierto, marcado por la infamia de la banda elástica que sostenía la careta. Fue una tía la que aportó, con mil recomendaciones, una peluca al efecto. Admito que aquellas hebras plásticas tenían unas hondas que la acercaban al personaje original. En su contra, sin embargo, debo advertir que eran de un color castaño rojizo imposible de digerir.
De todos modos, quedaba la alternativa de la galera pues Carlitos, como sabemos, no terminaba en cabeza, sino en diminuto bombín que presidía su humanidad en toda circunstancia, peleas y persecuciones incluidas. Aquella galera aovada constituiría, sin embargo, la última e insalvable valla para mi empeño pues, por mucho que trajiné el vecindario e interrogué a parientes y amigos nadie pudo aportar solución al grave problema. Sombreros había, claro, pero ninguno se aproximaba al pretendido.
Rememoro aquella tarde con singular tristeza. Muchas veces en estos años me recuerdo, abatido, pasando vista a los botines estrafalarios, al pantalón raído, al saco diminuto, la camisa inmaculada, el moño hélice. La cara de Chaplin colgada del respaldar de la silla sonreía con una melancolía tierna y apagada. Sobre la mesa, descansaba un sombrero de ala ancha, demasiado ancha, que había quedado al final de una ardua selección. Era de grueso fieltro y, en su favor, apunto el color negro de las películas mudas. Su evidente estirpe gauchesca, sin embargo, lo alejaba definitivamente de la caracterización intentada. ¿Yacería, finalmente, con la arena de la playa entre mis dedos?
Entiendo que fue esa la primera decisión trascendente de mi corta existencia pues debía ceder mi ansia perfeccionista en aras de la concreción efectiva de un sueño. ¿La medida de la concesión sería proporcional a la satisfacción del logro? He aquí el dilema que repetiría a lo largo de mi vida en circunstancias tanto o menos apremiantes que la que acabo de pintar.
Al final, como quien se inclina por el mal menor, calcé peluca y sombrero y, no sin algún pesar, marché hacia el carnaval.
Quien se disfraza persigue un doble objetivo. Uno, de carácter colectivo o social; otro, individual. El primero, consiste en entretener a eventuales espectadores y, en alguna medida, brindarles una módica alegría. El segundo, se logra cuando el disfraz impide conocer la identidad de la persona que se escuda detrás.
Esto último resulta accesible en grandes ciudades, en carnavales multitudinarios, pero presenta dificultades en comunidades pequeñas donde, mínimos detalles resultan tan delatores como un documento de identidad.
Consciente de aquellas vicisitudes tomé recaudos. Mi casa se ubicaba frente al acceso oeste del corso. Ingresar por ese lugar otorgaba una pista =quizás definitiva= para ser reconocido sin más trámite; de modo que, luego de algunos rodeos, accedí por boletería sur donde el cobrador =amigo de mi padre= me miró con la sonrisa de bobo, propia del que no resuelve el acertijo.
En las calles laterales, había una penumbra apenas penetrada por la débil obstinación del foco de la esquina. La avenida del carnaval, en cambio, ardía bajo los rigores de una luz salvaje empujada por la potencia de unos reflectores encaramados en los fresnos de la vereda. Nubes de insectos formaban ovillos furiosos en torno a las luces de mercurio. Bajo mis descomunales suelas crujían sin piedad los bichos de la luz.
Un calor pegajoso comenzaba a ganar mi humanidad. Los pares de medias, el saco de comunión, el estrangulamiento del moño, la sofocación de la peluca y el sombrero hacían lo suyo, pero soportaría hasta el final con estoicismo ganado, como estaba por la mística consecución de un fin superior.
Devoto de un Dios efímero. Sacrificio de mascarita en el altar de una deidad de trapo. El Rey Momo colgaba de las alturas de un árbol añoso, los flecos de su traje harapiento eran mecidos por la pesada brisa de aquel verano de plomo. Retumbaban los tambores de comparsas enardecidas, que comenzaban a sumergirme en un torbellino multicolor y estridente.
Caminaba todavía por la vereda, hasta encontrar el resquicio para introducirme en la avenida principal, cuando sentí un pequeño golpe en el hombro. Como llevaba la visión acotada por las hendijas de la careta, no tuve modo de ver hacia los costados, de suerte que, cuando giré la cabeza, me encontré a menos de veinte centímetros de mi maestra de matemáticas.
Era una mujer de belleza casi perversa. La perfección de sus rasgos se acentuaba en unos ojos de mirar altivo y perturbador. Tenía lánguidos y refinados modos y mantenía una desdeñosa distancia con el universo. Pareció sorprendida pero sus ojos horadaban la máscara.
Me sentí desamparado y vulnerable, convencido como estaba de que, antes de comenzar, había sido descubierto. Absurdo, a cara limpia, y con aquel vestuario estrafalario mal coronado por el sombrero de ala ancha. A punto estaba de claudicar cuando ella apoyó su palma derecha en mi pecho palpitante y dijo con voz irrepetible: “Es como si todo se hubiese vuelto en blanco y negro”.
Aturdido por el calor, el bullicio y la sorpresa, tuve entendimiento suficiente para medir la magnitud del cumplido y a punto estuve de quedar inmovilizado para siempre cuando el Chaplin que yo era acudió en mi socorro.
Alcé los hombros casi hasta las orejas, volteé la cabeza hacia la derecha al modo de los grandes tímidos. Apoyé ambas manos sobre el bastón, junté los talones y abrí los pies hacia afuera marcando las diez y diez. Ella sonrió ruborizada, bajó la vista hacia el piso, y antes de que me diera cuenta, había besado mi mejilla de cartón fino.
Faltaba que la lente se fuera alejando de la escena y que la palabra Fin se impusiera a nuestra imagen. Pero aquello era la vida real, de modo que me alejé caminando apresurado y revoleando mi bastón.
No conoce la historia un Chaplin más feliz que el que yo fui aquella noche. Es que a un niño tímido, humilde y empeñoso solo le restaba la heroína para que su muñeco tuviera el corazón que le faltaba. Y ella me dio ese corazón. Con latidos de galera y bastón, en la estridencia tristona de un carnaval de pueblo.
Hacia fines de febrero colgué para siempre aquel disfraz, para calzarme el de estudiante con el que esperaba verla como aquella noche.
Pero ella no volvió. En su lugar, retornó la maestra de frígida hermosura, de trato distante y altivo, con su vanidad de niña malcriada. La miré sin encontrarla, seguro como estaba de que otra era la dueña de ese amor de carnaval y que aquella Dulcinea, en verdad, había amado a alguien que yo no era y que, descubierto el engaño, me dispensaba el trato frío y enconado que se da a los traidores.
Nunca sabré si por despecho o torpeza reprobé matemáticas. Sé muy bien, en cambio, que de puro rencoroso jamás me presenté a rendir ese examen. Luego, como todos, probé muchos disfraces en la vida. Y así como en ocasiones me fue mal, en otras, logré caracterizaciones de mérito: la de padre desorientado, la de oficinista aburrido, la de promesa malograda, la de deudor hipotecario hasta recalar, finalmente, en este que tan bien me cae: cuarentón divorciado, empleado de comercio, que vuelve en colectivo a su hogar de alquiler, en las afueras de una ciudad inmensa.
Que mira por el vidrio grasoso de la ventanilla, cómo la ciudad se va diluyendo en arrabales de mala muerte. En casas cada vez más bajas, que asechan en la penumbra de ásperos baldíos. Que se entera, por el respaldo de la butaca anterior, que Ana y Beto se aman =o amaron= con letra amontonada y despareja, en el lejano año 96 pensando, sin pensar, si se amarán 10 años después Beto y Ana, si todavía, permanecen en la clausura de ese corazón de tinta apretado e infantil, o si se desencontraron para siempre en una noche de desconsuelo en que un desconocido les besó la frente antes de dormirse.
Quizás Beto y Ana regresan en este mismo colectivo, escondidos detrás del gesto ausente de los que me rodean. Pero qué me importa a mí que ya no entretengo a nadie y, que de tanto cambiar la máscara, ni se quien hay detrás.
Qué me importa a mí un ninguno en medio de todos estos nadies, que mira, entre un laberinto de piernas, los zapatones gastados del que acaba de subir en el cruce de Blas Parera y Gorriti, y rumbea entre forcejeos hacia el fondo, ante la indicación imperiosa del chofer.
Que avanza hasta quedar a mi lado, para hacerme evidente su traje de Chaplin: el bombín descolorido, el rostro sudoroso y sombrío con un bigote delineado de apuro en un espejo enmohecido de la terminal. La camisa percudida y la traición de una corbata raída en lugar del moño hélice. En la mano áspera lleva arrugados volantes publicitarios de una juguetería del centro, donde resalta el dibujo de un Carlitos ordinario y en oferta.
Me mira con ojos apagados de animal moribundo y quién sabe si refleja mi propia tristeza o soy yo el que transmite su abatimiento.
Me extiende un volante ajado e intenta una morisqueta a lo Carlitos. En ese ademán trunco y sin convicción, percibo que no hay alma en el muñeco. A punto de bajar en mi parada, me incorporo en forma abrupta hasta quedar cara a cara con Charles Chaplin, le apoyo una mano en el pecho y, antes de que pueda reaccionar, le doy un fraternal beso en la mejilla.
Sino lo pudo entender, peor para él.