Mucho antes de fracasar como cantante, fracasé como músico. Si descarto, por ser de juguete, un bombo peludo que azoté en mi niñez; mi primer instrumento fue la guitarra. Los acordes iniciales deben haber resultado accesibles pues, de la noche a la mañana, amanecí entonando canciones, no mas allá de zambas o baladas de acordes elementales.
El desenfado propio de esos años, sumado al amor que yo sentía por la música me llevó a perseverar y creer, al cabo de algunos meses, que sabía tocar la guitarra.
Nadie tuvo la sinceridad o el corazón, suficientemente duro, para sacarme del error. Y así fue que, a los 17 años, abandoné mi pueblo con una convicción no desvirtuada y el secreto sueño de consagrarme, algún día, como cantor popular, con una guitarra en alto.
El primer año, deambulé por pensiones de mala muerte y peor vida donde alterné con personas de todo tipo. El paisaje humano que, ya desde entonces me fascinaba, iba cambiando con personas y personajes que representaban el estilo vario pinto de lugares que, como la Santa Fe de aquellos años, se iba formando como ciudad.
Mi mejor amigo, por las suyas, había recalado en un lugar deplorable en el que encalló luego de errar por sitios aún peores. Tan precaria era mi situación por aquellos días, que acudía a ese antro en busca de refugio y consuelo para una soledad que me abrumaba.
El compañero, que se las apañaba con la guitarra, había dado en aquella casona en ruinas con una raza desconocida para nosotros: la de los músicos.
Es que, en verdad, nunca habíamos alternado con profesionales en sentido estricto. Los guitarristas de nuestro pueblo no eran músicos de profesión. Todos fungían de “otra cosa” y, mejor o peor, tocaban el instrumento a modo de complemento.
Al antro, en cambio, acudían personas dedicadas a la música y a una bohemia interminable. Aunque malamente, vivían de ese trabajo y, ahí donde nosotros dedicábamos empeño al estudio de las ciencias, ellos lo hacían con la misma intensidad al conocimiento de un instrumento.
Allí conocí al primer guitarrista que merecía el nombre de tal (1). De edad indefinida, conservaba el rostro aniñado, con una palidez que se compadecía con su trasnochada vida de vampiro.
El hombre, que había aparecido pasada la media noche, tomó una guitarra desvencijada y, al cabo de unos instantes, le arrancó sonidos de una dulzura y belleza como no había escuchado yo nunca hasta ese momento.
Mis ojos horadaban el diapasón, en el vano intento de seguir la destreza de aquellas manos, la correspondencia armónica entre izquierda y derecha. En modo disimulado, comencé a contar sus dedos para llegar —atónito— al número de diez.
La versatilidad del ejecutante, su armonía, la limpieza de las notas, me hicieron comprender que ya no volvería a pulsar una guitarra con la convicción necesaria para sentirme un guitarrista.
Aquel artista, me iba alejando de la perfección que yo soñaba y mi resignación no fue rencorosa, sino mansa y deslumbrada, frente a aquel guitarrista que, sin alardes, desplegaba su arte en modo sencillo y exacto. Es cierto que muchos llegan a ser buenos a fuerza de creérselo, pero ese no era mi caso.
Así fue como claudiqué en mis aspiraciones. Y, si bien en los años subsiguientes seguí cantando y tocando, como si nada, dentro de mí sabía que todo había terminado.
Pero ninguna frustración, por pequeña que sea —y la mía no lo fue—, se va sin dejar su huella. De aquella noche, de la que guardo el mejor recuerdo, me quedó el amor por los instrumentos y, en especial, por la guitarra.
En nada de ello pensaba yo en una tarde que caminaba por la ciudad de Cardiff, adonde había llegado en plan de inesperado turismo. Es que el lugar no estaba previsto en el itinerario inicial y, al cabo, de contratiempos y errores aparecí en la Capital de Gales con el ánimo despejado y la intención de recorrerla cuanto pudiese en el día y medio que planeaba estar.
Si fue el azar lo que me llevó al lugar, no puedo guardar encono con él pues, la ciudad era de una belleza sobria y cautivadora. Baste, por ahora, con apuntar que el encanto que presentaba no se empañaba con los vicios que a menudo enferman las grandes urbes.
No había multitudes frenéticas y se podía caminar con tranquilidad, sin otro apuro que el del propio interés. Así andaba yo, distraído, hasta que a la mitad de cuadra de una calle lateral, me encontré con algo que no buscaba pero siempre espero encontrar: una casa de instrumentos musicales.
Una puerta estrecha hacía las veces de ingreso, a cuyos laterales dos ventanas exhibían unos instrumentos que parecían acomodados de apuro y sin mayor gusto. Pero esos eran detalles menores para quien, como yo, no puede oponer resistencia al deseo de ingresar a un lugar donde exponen instrumentos.
Luego de un pasillo estrecho, el local se ensanchaba y, todo lo que no prometía la vidriera lo cumplía con creces el interior. Al principio, protegidos por una vitrina, se exhibían instrumentos que habían sido pulsados por manos célebres. A continuación, en una enorme pared colgaban instrumentos que iban de lo sobrio a lo estridente, sobre el piso —aquí sí, con orden y delicadeza—, reposaban en soportes guitarras que denunciaban estirpe desde sus atriles.
Reconocí mi limitación con el instrumento. No obstante, creo conservar ventaja —en lo que a la valoración del mismo refiere— con el mejor de los guitarristas.
En su consideración, el músico auténtico, maneja un criterio utilitario. El sonido, su perfección, es excluyente en la selección. En mi caso, al fondo de la cuestión, le sumó la forma. Por cierto, debe sonar bien, pero mi atención se centra, además, en la estética, el modo en que fue concebido.
Es cierto que, con la honrosa excepción de Paracho(2), un gran número de guitarras solo puede fabricarse en serie. No obstante, para el observador atento, aun en un lote aparentemente igual, es posible encontrar mínimas, exquisitas, diferencias. Puede que me apunten una manía pero yo lo tengo por virtud, y solo quien la posea puede entenderla del mismo modo que yo, y dispensen la arrogancia.
La variedad de instrumentos exhibidos era un modo entrar en un espacio sin tiempo. Y, así, me vi mecido por el encanto de caminar entre guitarras. Todas estaban dispuestas hacia el ingreso, a excepción de una, que dibujaba su medio perfil hacia la entrada, lo que permitía una singular perspectiva para el visitante.
Esa particular disposición me llevó a su encuentro y, al cabo de unos pasos, quedamos enfrentados.
La tomé con delicadeza y me senté en un banco cercano. En lugar de colocarla en posición de ejecución, la puse sobre el regazo para apreciar su forma. Era una guitarra española sin los accesorios eléctricos que las convierten máquinas de sonido. Un instrumento puro, en el exacto sentido de la palabra. De un negro profundo, que acentuaba la sobriedad de su hechura, sobre la boca, en color marfil, una marquetería contrastaba con el acero de las cuerdas que la atravesaban, el puente reconocía el mismo detalle y combinaba con un dibujo delicioso, que enmarcaba el esbelto “ocho” de la caja. El diapasón era fino con trastes color plata y se remataba con clavijas de marfil.
Era particularmente liviana y la caja ingresaba cómoda bajo el antebrazo.
La puse contra mi pecho y, sin pensar, comencé a pulsar las cuerdas.
Sentí la vibración dentro de mi ser y, como manantial que fluye de lugar ignorado, surgió una canción. Al principio, como un susurro, apenas audible. Luego, creció hasta armonizar con la música. Las palabras “no sonaban, se sentían, pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños” (Rulfo, Juan. “Pedro Páramo”, Ed.; RM Verlag S.L., pág. 236)
Entonces, logré salir de mí. Me vi abrazado la guitarra, formando una criatura única. El pecho ensanchado abarcando el instrumento y mi cabeza apoyada en la caja que manaba aquella melodía inigualable. Las puras notas surcaban el aire y atrapaban las palabras hasta armonizarlas y devolverlas de modo único. Pude sentir, finalmente, que había logrado dominar el instrumento o que, la guitarra me hacía lugar en su universo y me reconocía como un hijo de sus entrañas.
Al cabo de un tiempo indefinido, cesó la música como cesa la lluvia y, no sin pesar, devolví la criatura a su lugar.
Me incorporé y, en medio del silencio, busqué la salida. El lugar estaba desierto y en penumbras. Antes de franquear la puerta, tuve la tentación de girar para ver la guitarra de Cardiff. Sin embargo, me lo impidió la convicción, que aquello me estaba vedado y sin volver la vista, atravesé la puerta de acceso para advertir, sin sorpresa, que el local estaba cerrado.
Esta es la historia, el resto, contarla. La elección del modo de contar es esencial, no por pretensión literaria, sino para reflejar —tanto como se pueda— lo sucedido.
Tan cierto es que los hechos ocurren una vez y en modo unívoco como que, permanecen según se los recuerde. Y lo escrito, a modo de crónica, obedece a la íntima necesidad de recobrar aquella circunstancia con la mayor fidelidad que me sea dada.
No una, sino decenas de veces, pensé en ello y renuncié a la idea de un encuentro místico, a la magia que se invoca como recurso para presentar estas situaciones. La razón me sugirió una módica alucinación.
A esta altura, ya entendí que el arte no intenta demostrar nada. Es, antes que nada, un modo de expresión, un puente, entre lo interior y el mundo tangible; que no busca ser creíble, acreditar un hecho.
El amor por la música, me llevó a disfrutar de la misma más allá de los sentidos. Y en ese goce único, sentí en casos puntuales, que alguien había alcanzado la plenitud.
Momentos singulares en que, para mis adentros, dije: “quemen la partitura”. Era mi modo de expresar que el intérprete había encontrado el núcleo vivo de la canción y, no conforme con el hallazgo, había logrado transmitir su esencia. Mediante una técnica desconocida o un sentido no humano, lograba transferir un estado interno a un tercero que, a su vez, lo hacía suyo.
Es posible que en aquel momento, haya alcanzado esa plenitud. La “quinta esencia” de una canción y sin saber cómo, logré transmitirla a quien pudiera escucharla.
Eso ocurre casi nunca y para quien no domina la técnica, solo una pasión singular le permite encontrar el camino de ida y, otra pasión idéntica, lo habilita a desandar el camino inverso para poder llegar al público.
Aquella tarde de Cardiff, sin saberlo, encontré el primer camino. La sorpresa y el deleite de saborear el fruto vedado, me anularon el entendimiento y, sin otro conocimiento que el de la sensibilidad, recorrí el camino de regreso y expresé por una sola vez la nota, el color, la palabra imposible que busca el artista y la expresé en modo impar.
Si pude sacar aquello que se lleva dentro, no es mágico que lo haya podido percibir del modo en que intento describirlo. Captarlo en su sentido vital.
Expresarlo de ese modo y percibirlo de ese otro, fue mi modo de quemar la partitura. No cabía la posibilidad de otro intento y, de allí, la íntima convicción de no volver la vista para ver aquella criatura en cuyas entrañas permanecían las ascuas del prodigio.
Ardía la partitura que contenía lo más hermoso y musical de mi ser. Aquella canción no volvería a ser interpretada pero, al menos una vez, había alcanzado la plenitud que tanto anhela el artista.
Este escrito no es sino el modo torpe y mundano, de mantener tibio el rescoldo que crepita en algún lugar de mi ser.
(1) Francisco “Paco” Gil Baines, fue el guitarrista que me deslumbró.
(2) Paracho, Estado de Michoacán, México.