Pablito

Me gusta el fútbol, aunque no de modo convencional. Voy poco y nada a la cancha. Desconozco estadísticas y soy incapaz de recitar la formación de un equipo del año 63, por bueno que este haya sido. Retengo razonablemente el nombre de algún jugador, pero no me pregunten por sus orígenes o si hizo las inferiores en tal o cual club.

Respeto a quienes lo viven de ese modo pero prefiero el ejercicio a la teoría; lo efectivo a lo abstracto. En mí, prima la acción por sobre la especulación retórica. En síntesis: a mí me gusta jugar al fútbol.

A los 42 años, el sonido amortiguado del balón rebotando en el pasto, los centros a la hoya previos a un picado, me despiertan una pasión infantil que no he podido hallar en otros lados de mi vida.

Digo, entonces, que a los 42 años, mantengo encendido el gusto por enrollar las vendas, lustrar los botines y preparar el bolsito. Digo, para que se entienda, que el hormigueo en el vientre, previo a los partidos chivos, es toda la adrenalina que necesito para conjurar la monotonía y la rutina de una semana de trabajo.

Yerran quienes me suponen un futbolista frustrado. Me explico. A mi modo, claro está, me realicé como jugador. Insisto en el verbo: a mi me gusta «jugar» al fútbol. El sueño dorado de ser profesional nunca lo tuve pues, toda profesión, a la larga, implica un trabajo y a mí me atrae el fútbol como diversión. Rescato el aspecto lúdico del deporte, por eso hablo de «jugar»; por eso digo que me realicé como «jugador».

Para darme el gusto, tengo un equipo —aunque cierto rigor semántico y, sobre todo, deportivo— me obligue a confesar que el equipo me tiene a mí. De esos que surgen en fábricas u oficinas, para intervenir en ligas del estilo «Amistad comercial» (¿puede haber una amistad que sea comercial?); donde se mezclan «pibes que prometen» con glorias futbolísticas crepusculares erosionadas por los años y las pastas.

Al equipo lo formamos hace 14 años. Digo lo formamos porque revisto carácter de socio fundador. Lo vi nacer y, casualidades del destino, tiene la misma edad que mi hijo, Pablo. Por eso, cuando no recordamos el tiempo de este empeño, recurrimos a los años del pibe y santo remedio.

Pablo siempre estuvo conmigo. Otros padres llevan sus hijos a la cancha, o le compran la camiseta del club de sus amores para iniciarlos en la pasión del fútbol pero yo, fiel a mis principios, quise insuflarle el aire puro del deporte desde la cancha misma. Que, aunque modesto, sienta de adentro el clima previo al partido; la camaradería, la solidaridad de quienes pugnan por un objetivo común. Claro que no lo hice pensando en una futura venta al Barcelona, o para realizarme a través del chico. No señor, ya advertí que mi me gusta el juego y punto.

Y el grupo adoptó a Pablo que, por razones de edad, pasó a ser Pablito. Conservo conmigo una foto maravillosa de mi hijo. Está tomada de atrás y lo lleva Diego de la mano. No Maradona, claro, sino el Diego que juega de marcador de punta para el equipo. Se lo ve al chiquilín con no más de dos años, de pantaloncitos cortos; las piernitas chuecas y rollizas ingresando a una cancha. No anoté la fecha, pero estaba en esa edad que tiene más cabeza que torzo. A duras penas llega a la cintura de Diego.

Conforme el paso del tiempo Pablito desempeñó funciones diversas. Cargó el bidón de agua, juntó camisetas; fue detrás de los arcos para apurar partidos adversos y, en picados informales, colaboró como arquero («No vale patear dentro del área», «Solo valen goles de cabeza») para llegar, ya más crecido, a entreverarse como incipiente delantero.

La liga en cuestión es «libre», vale decir, juega cualquiera, con mínimos requisitos de dudosa comprobación. Cada año cuesta más. Los otros un poco más jóvenes; nosotros un poco más viejos. Mechamos sangre nueva, claro, pero el viejo siempre paga mayor precio por la misma mercadería.

Fue, precisamente, en una de esas tardes de derrota impiadosa que a un socio fundador del equipo se le ocurrió lo de la pre-temporada. Al principio lo tomamos a la broma pero, luego, se pasó a considerar seriamente el tema.

– Pensémoslo bien muchachos. Estamos quedando viejos y los pibes nos pasan por arriba, tirando la pelota larga. Si queremos seguir vamos a tener que estar bien afilados. Hagamos una buena base física a principio de año. Nada de matarnos, algo livianito, como para ponernos a tiro.

Fue así que, cada dos de febrero, nos encontramos en el Polideportivo de la Costanera para ponernos a los órdenes de Nicolás. El «Nico» es el típico «profe», que ya el 1° de diciembre tiene un bronceado caribe —que haría la envidia de una modelo— y a fines de marzo, todavía, tiene ese color de laca marina propio de las publicidades. De esos, que se ponen unas bermudas (siempre de marca eh!) que solo a ellos les quedan bien y usan unos anteojos espejados y aerodinámicos que, ya se apoyan en la nariz como en la tostada frente, a modo de vincha, para sujetar el cuidado cabello.

La descripción de las zapatillas justificaría un libro, con sus respectivos apéndices y actualizaciones. De color justo, cordones al tono y suela adaptada a cada circunstancia: flexible para saltar, rugosa para mejor agarre, deslizan suavemente en piso seco, o traccionan en caso de lluvia, las consiguen primeros que nadie y cuando compramos un par iguales, ellos las dejaron de usar hace rato. Salen a correr con unos buzos que nosotros reservaríamos para domingos de misa y, por terrible que sea el frío, jamás se van a poner un pullover para trotar… antes la muerte; o la pulmonía. En la muñeca lleva el clásico reloj deportivo y anudado al cuello, con una soguita color flúor, el inefable cronómetro que pende como un crucifijo del cuello musculoso del profe. Porque, no hace falta decirlo, el Nico tiene un cuerpo bien trabajado. Jamás vayas a la playa y te pongas al lado de él. Cada inicio de pre-temporada te abraza con tanto afecto que uno siente en cada vértebra las muchas horas de gimanasio del entrenador. Buen tipo el Nico.

Como no podía ser de otro modo, Pablito también inició la pre-temporada. Pero el profe me advirtió de entrada: «para todos es un juego pero para él más que ninguno. Que haga lo que pueda, no quiero esfuerzos de su parte». “Está bien, todo entendido Nico». El profesor acaricia los pelos crespos del chico y largamos la primer pre-temporada.

“Conforme su vieja costumbre, el tiempo fue pasando” y este año, como tantos otros (¿siete, ocho?), nos dimos cita en el Polideportivo de la Costanera a las 20,30 h. El lugar estaba oscuro pero, aún en la penumbra, alcancé a divisar a los muchachos y, como una luciérnaga, la soguita fluo de la que pendía el cronómetro-crucifijo. El eufórico abrazo con el profe me acomodó las cervicales de golpe.

Los comentarios de estilo, la alegría pueril del reencuentro con los amigos de brega. Las palmadas, los chistes reiterados, los empujones amistosos, dejaron a Pablito fuera del círculo de afecto. En un momento, liberado del tumulto del encuentro, los ojos del profe toparon con la figura del chico: ¡¿Pablito?!

Por primera vez, no tuvo que bajar la vista para hablarle y, hasta me atrevo a decir, que ya el pibe le sacaba unos centímetros. “No te conocí”, dijo con cierta perplejidad el profe y se dieron un abrazo donde, también por primera vez, cada uno sintió la potencia y el vigor del otro.

Luego de los chistes de rigor, sabíamos lo que venía: Test de Cooper. Vale decir, 12 minutos corriendo al límite de las fuerzas para ver la resistencia del grupo. Especial recomendación de exigirse pero sin locuras y, cosa curiosa, ninguna indicación especial para el pibe. Nada de “vos hacelo despacito”. Al menos a los ojos del profe ya era uno más.

Ante la señal largamos juntos, con una última recomendación en el aire. ”Respiración nariz–boca” gritó el profesor. «Regulen bien que es largo». Alcancé a escuchar.

Era una noche bien santafesina: calurosa, húmeda, con un cielo estrellado que se reflejaba en el espejo marrón y quieto de la Laguna. De la Costanera venía el ruido incesante de los autos y una multitud trajinaba por el cantero central de la Avenida, en busca de piernas y oxígeno para el resto del año. Corre Santa Fe, corre. Por las piernas chuecas y nervudas de los flaquitos de la liga, que sueñan futuro de pasaporte comunitario. Corre Santa Fe, corre. Por el lomo taurino de los Rugbiers, que marchan con estruendo y aire suficiente. Corre Santa Fe, corre. Por los cuidados cuerpos de las mujeres del hockey, que trotan altivas con estudiada y ajena elegancia. Corre Santa Fe, corre, en esa tórrida noche de febrero, por las piernas descarnadas de los viejos que no se resignan y de los jovenes que sueñan gloria. Corre Santa Fe.

Una rubia de tapa, que trotaba etérea e inalcanzable, saludó al Nico; este, levanto el pulgar y su reloj disparó un destello de luz que rasgó la oscuridad. Entre los pastos crecidos del Polideportivo emergían nubes de mosquitos, que taladraban tobillos y pantorrillas. Por sobre el ruido sordo del trote, se escuchó un chiste procaz festejado a carcajadas y empujones.

Lo aconsejable en estos casos es no apurarse, mantener un ritmo constante y, si uno tiene pretensiones, no permitir que los que van adelante se alejen demasiado. A mis años, todavía, puedo dar batalla de modo que, promediando la prueba, estaba mezclado con el pelotón de adelante que, invariablemente, integran los más jóvenes. Marcelo, el Gringo, la Chancha y yo comenzábamos a sacar una pequeña luz de ventaja. En un segundo lote, no muy alejado, venía Pablito, junto a Walter, el Gato, Diego, el Zurdo, el Tero, el Chavo y el Toro. Cerraban la formación, ya lejos, Alberto, La Medusa y Rufino.

Lentamente, en modo imperceptible, Marcelo, el Gringo y la Chancha comenzaron a alejarse. No me desesperé y traté de mantener el ritmo para no perderles pisada, soñando con una esforzada —aunque posible— arremetida final. “Nariz-boca, nariz-boca”. Pero se iban sin remedio y mi respiración se aceleraba en modo incontenible. Aquello que había nacido conmigo, imperceptible y tenaz, ganaba su diaria batalla. Ese enemigo letal e insidioso cargaba mis piernas y me ceñía un dogal en los pulmones. “Nariz-boca, nariz-boca” y el aire, denso, se niega a pasar.

Alcancé a mirar por sobre los hombros y detrás de mí solo venía Pablito, que se había cortado de su pelotón. Sus pasos cada vez más audibles, anunciaban el inminente sobrepaso.

Finalmente, estaba a mi lado.

Percibí sin mirar el trote firme, la respiración relajada, la potencia de las piernas y un andar armonioso sin denuncia de fatiga. Pero no me sobrepasó. Seguimos juntos. Yo, “nariz-boca, nariz-boca”, me esforzaba en mantener el ritmo. Pablito, serio, sin perder postura, con unas gotas de sudor que le orlaban la tersa frente, corría sin esfuerzo.

Tenía la boca pastosa y la saliva se me espesaba por la comisura. Sentía  gusto salobre que envenenaba mi aliento y el sudor empañaba mis ojos. Un lancinante dolor presionaba mis sienes. El aire, espeso, caliente, resiste la elemental transición “nariz-boca”. Un ahogo manea el empeño y, con el cuerpo quebrado, guiado solo por una obstinada voluntad, alcancé a decirle: “¡dale Pablito, alcanzálos a esos hijos de puta!”, y el pibe, como si hubiese estado esperando la orden, comenzó a alejarse lentamente. Primero vi su medio perfil en la penumbra y luego, ya casi en la oscuridad recortada contra las farolas de la Costanera, su espalda prematuramente ancha, los hombros redondeados y armónicos, las piernas increíblemente poderosas e inesperadamente recordé la foto con Diego.

Comenzaba a perderse en la oscuridad de la noche, con unos pies que parecían no tocar el piso, y comprendí que algo más terrible y definitivo que la distancia comenzaba a separarnos. «Nariz-boca, nariz-boca». Antes de que se diluyera totalmente, intento la arremetida final no ya para alcanzarlo, sino para acompañarlo un poco más. «Nariz-boca, nariz-boca». Pero cuanto más rápido corría más se alejaba, como cumpliendo un destino que, seguramente, era también el mío.

Inesperadamente, todo se vuelve calmo. La respiración se relaja, el pulso late sereno, la sangre fluye natural y las piernas cobran extraños bríos y siento una voz (¿de dónde?) que me dice “ni atrás, ni adelante; dentro tuyo. Para siempre dentro tuyo”.

Llegué a la cabeza del segundo grupo y el “Profe” me palmeó con afecto y admiración. Con la respiración entrecortada busqué a Pablito y lo abracé con fuerza. Mis lágrimas se perdieron en la oscuridad del Polideportivo.

 

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