45

Sí. Tiene razón quien dijo “que “un hombre sabe cuando empieza a envejecer porque empieza a parecerse a su padre”. Y yo, hoy, a mis 45 años vislumbré el parecido. Como si debajo del rostro cotidiano y conocido comenzara a insinuarse otro, llamativamente familiar y extraño a la vez. Justo hoy.

¿Cuántas veces me vi en estos años? ¿Cuántas veces el espejo me devolvió por las mañanas esa imagen de ojos hinchados y en trance; de cara enjabonada, de dientes apretados bajo el rigor del cepillo… cuántas?

O por las noches, antes de dormir, con gesto resignado y otra vez la cara de imbécil al cepillarse los dientes a pura morisqueta. Y no me falles mañana, que hay que llegar a la oficina a las 7 en punto. O te perdono un poco, porque es domingo y podés venir sin afeitarte… cuántas?

Pero hoy, a los 45, comencé a mirarme —a mirarlo— de otro modo, ni para rasurarme, ni para corregir la raya del peinado, sino para saber quién es ese que me mira de tal modo. Como si el del espejo fuese otro u otro fuese el que está parado aquí enfrente, tratando de descifrar el misterio de ese parecido con su padre. ¿Qué veo?

Los lentes, veo los lentes y, claro que las gafas no forman parte del rostro, pero ya no lo concibo sin ellas. Tantos años montados sobre la nariz, enmarcando los ojos y, recién ahora, caigo en la cuenta de que ellos fueron la primera claudicación de mi cara. Y que, simétricos y transparentes, vinieron a interponerse para siempre entre mis ojos y el mundo. “Te dan aire intelectual”, me consolaba mi madre, mientras mis amigos me animaban con aquello de que parecía un hombre mayor. Más ahora que lo soy, me quito esta derrota con marco de carey y 4,5 dioptrías y veo una nebulosa levemente familiar de contornos indefinidos. No queda más remedio que acercarse, que ponerse cara a cara sin la odiosa intermediación de los lentes. ¿Qué veo?

Veo algo extraño en el rostro. Es parte del cuerpo sí y, como tal, participa de su naturaleza: piel, huesos, pelos y, sin embargo, hay en él algo espiritual: ¿Cómo, de qué manera nuestras frustraciones y alegrías van a parar allí?, cincelándolo de tal modo que, cuando ya pasaron —aunque en verdad se quedan—. dejan en él una marca imperceptible e indeleble, como el viento que erosiona las montañas hasta darle una forma, un carácter.

Y como no tengo orden establecido comienzo por los costados, por mis orejas. Y sí, lleva razón Bioy. Algo contradictorio hay en un ser que a medida que envejece escucha menos y tiene orejas más grandes. Porque mis orejas crecieron, se ensancharon. Claro, pienso, tantos que los cumplas feliz (y ya son 45) me las dejaron así de grandes. Pero no, también ellas envejecieron, a su modo, claro. Con rumor de lluvia en las ventanas,  al  escuchar  mi nombre apenas susurrado, ofendidas por motores y ciudades estridentes, percibiendo los sonidos del campo y el silencio majestuoso y estremecedor de la noche. Los pronósticos del tiempo, el balbuceo de las primeras palabras de mis hijos, las inolvidables de ella. El canto de cuna, el elogio, el apercibimiento. El timbre del teléfono y la voz deseada o aborrecida. Y la música, siempre la música, que por allí entró para quedarse, con esa manía de encontrar una canción para cada circunstancia y, si alguna vez dije que nadie sufre plenamente sin una música que lo acompañe, puedo, con idéntica arbitrariedad, asegurar que nadie conocerá la auténtica alegría sin una música que lo acompañe. Canciones de encuentros y despedidas, muchas previsibles, otras originales, Dios y mis orejas saben de aquella canción querida y temida que me pone así de melancólico “perdonen la tristeza”. Y mi propia voz, claro. El sonido de mi propia voz y sus matices: arbitraria, persuasiva, mandona, claudicante. Entonada, desafinada. Pronunciando palabras bellas o insidiosas y el silencio terrible de su ausencia cuando no pude encontrarlas. ¡Oh mis orejas, cuanto han escuchado!

¿Y mi frente? ¿Qué hay de mi frente? Mal disimuladas detrás del cabello aparecen, pertinaces, cuatro arrugas. Como surcos, heridas mal cicatrizadas. Y de tantos libros que leí, uno hubo —¿cuál?— que las rescataba como irrefutable prueba de firmeza en el carácter. Pero ni la más bella y perfecta de las definiciones literarias se puede ejercer; «malo es que tarde se aprenda». Y esas marcas, así de firmes, así de profundas no me acercan tanto a un carácter firme —que no tengo—, sino al tango ese “de la frente marchita”. Por fin hoy, luego de tanto cantarlo, de tanto repetirlo sin pensar, tengo una “frente marchita” ante a mi. No vencida, no resignada. No. Pero sí ajada, por un abatimiento lento y tenaz, que le fue macerando el color a esa frente, mi frente, que alguna vez fue tan verde.

Mejor bajo a los ojos, porque si no voy a tener que insistir con aquello de “perdonen la tristeza”. Pero, antes de llegar a los ojos, me detengo en el “doble salto de forja” de las cejas, que se ven tupidas y espesas; separadas por dos arrugas verticales (otra vez arrugas), que dan un aire hostil y huraño, como a punto de quejarme por algo muy molesto.

Y los ojos. Aquellos que miro y me miran. Los de las dioptrías, los miopes ojos con que la vi por primera vez, que retuvieron la sonrisa última antes del para siempre. Aquellos que con sus párpados, y curvas pestañas, iluminarán el atardecer postrero de mi último día; los que me revelaron los rostros queridos y  divisaron la casa paterna en mi primer regreso, los que me regalaron la bendición de la lectura, el brillo de los colores y el descanso de la penumbra. Allí están, los muy sensibles, los muy gemelos, viéndose sin el cristal de los lentes, con un brillo tan intenso que hasta lágrimas no paran. Para que deriven barranca abajo, libremente, que los hombres también lloran y lloran precisamente por eso, de puro hombres que son; falibles, débiles, vulnerables. Y busco, como en el relato que hice para mis hermanos, algo allá en el fondo que me reivindique con el que fui, un punto de encuentro, de unión.

Sí, ahí están, como siempre, córneas e iris. Si permanece, como al principio, el velo de los párpados y la sombra de las pestañas ¿cómo desapareció, entonces, aquella expresión tímida y límpida, para dar paso a esta otra melancólica, con un dejo de ironía y escepticismo? ¿En qué misterioso día mis ojos, los de siempre, comenzaron a reflejar, el desencanto de otra mirada?

Tanta lágrima termina por congestionarme y allí, en el centro mismo de la cara, acusa la dificultad mi nariz. Que allí permanece, aguantando con digno estoicismo esta suerte que le ha tocado. Ni respingada, ni aguileña, sin chances de perfil griego, mas nunca elevada en gesto altivo. Y no puedo menos que pensar en el aire que aspiró, tornándolo en olor, aroma, fragancia: a veces turbulento, en la explosión de una carrera, otras, moroso y embriagador como el perfume de su cuello y su espalda. Tibio, con promesa de comida predilecta. Frío, como el desdén. Y, también, olfateó el engaño, la insidia, la traición. Venteó, como la mejor, el infecto olor del miedo, la obsecuencia, de la ambición y la más noble de las fragancias, la del amor que se aspira-inspira como algo que invade y que, como el aire, renueva, hace vivir, y cuando falta, ahoga, asfixia y, si nos descuidamos, nos mata. Y allí está, incansable, con su tabique y sus aletas, día y noche, hasta el último suspiro, hasta el último aliento.

Más abajo, la boca y sus gestos. Muerdo el labio inferior en señal de impotencia, los hago temblar en símbolo de emoción o dolor mal contenido. Hacia ambos lados en tímida sonrisa o hacia uno solo en gesto gardeliano y socarrón (¿a mí me la van a contar?) y así de grande al explotar en estridente carcajada.

Finalmente, la boca del beso. Inocente sobre la frente, amistoso en las mejillas, caduco sobre el dorso de la mano, cómplice en la punta de la nariz, definitivo sobre los ojos inertes. Y sí, claro, ¿cómo no? Faltaba más, allá en la cima: el lúbrico, lujurioso, húmedo, que recorre el principio y el fin, enturbiando la frontera de lo sensible y lo sensitivo, el de arriba y abajo, el que nos consume y nos desvela. Beso del fin del mundo, de nunca más y para siempre. Inolvidable beso primero, terrible beso postrero.

Duros dientes, dulce saliva, ávida lengua. Infierno al que se entra con alas puestas y del que se sale fortalecido o roto, descreído o ilusionado pero siempre mejor. Beso de la pasión y de los más altos instintos, a pura boca, a puro deseo, filo y pétalo, sin término medio. Sofocadores, ardientes. Y, sabe Dios que no hay besos pecadores, pues todos nos reivindican con nuestra humana condición; pobre de aquél que no besó apasionado, ni el cielo ni el infierno dan cabida al beso profesional, medido, tibio, especulador. Y si mi boca ha de llevar un dolor, que no sea por no haber besado suficiente.

Una cara, nada más que una cara que tardó 45 años en moldearse. Rostro que está pasando, en constante e imperceptible mutación. Máscara trabajada por el más paciente de los artesanos, moldeada al influjo de los sentimientos que la habitaron.

Y me quedo mirando a ese de ahí enfrente. Tratando de descifrarlo para encontrarme en alguna parte y pienso en el día aquél, en que mi padre se miró como si fuera otro, vislumbrando sobre su rostro las sombras de mi abuelo, rememorando en cada gesto el rastro de sus victorias y fracasos, el día triste de sus 45 años, y me estremece pensar que, también, algún día este rostro, mi rostro, comenzará a insinuarse invencible debajo de otro que escudriñará el espejo para descubrir quién es ese que lo está mirando de tal modo.

 

 

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