Mis hermanos

“Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto…”  Leopoldo Alas, Clarín, ¡Adiós, “Cordera”!

Admito, no sin pesar, que esta idea la tomé prestada de un libro (1), donde el autor describía un cuadro inserto en la primera página. Descripción exacta, minuciosa; tanto, que finalmente, terminaba convencido uno que, en verdad, no describía el cuadro, sino que eran sus palabras las que lo creaban y que antes de presentarse en el lienzo, había acontecido en su mente.

Esta descripción no será de ese rigor y, desde ahora, advierto que lejos de perfeccionar la imagen, mis palabras irán distorsionándola, desdibujándola en sus contornos hasta presentarla, no tal cual es sino como la imagino. Porque así como a veces la imaginación precede a la realidad (y la anuncia); otras, sucede que, existiendo la realidad, la imaginación la expresa de modo tal que, finalmente, termina creándola de un modo diferente.

Claro que no se trata de un cuadro, sino de una foto y la descripción corresponde a una realidad que no conocí, porque me precedió en el tiempo; aunque llevo la ventaja de conocer el futuro de los retratados, de modo que confluyen en estas letras un pasado lejano y un futuro que, en alguna medida, ya se consumió.

La foto existía confundida con otras tantas, en una caja de zapatos donde descansaban desordenados unos pocos recuerdos familiares. Las manos que acarician aquellas imágenes marchitas revuelven el tiempo. Los dedos, tocando y trastocando la modesta historia familiar. Yo mismo 3/4 perfil en cédula de identidad. Blanco y negro para mis padres tomados del brazo. El rostro aindiado de la abuela Pilar y el gesto severo del abuelo Basilio. Mis tíos brindando por —y en— días mejores. El tiempo, sí, el tiempo, encerrado en una caja de zapatos, reducido a cartulinas amarillentas de bordes dentados. Pretéritas imágenes, reflejando implacables e inocentes el desolador paso de los días. Sonrían para la foto, sonrían por favor, que algún día esas sonrisas lejanas los harán llorar. Ríanse del que llora mientras se mira reflejado en el más amargo de los espejos, aquel que nos enfrenta a nosotros mismos. El niño marchito, lejano e inalcanzable, mira entre las brumas del pasado al señor ajado que intenta encontrarse y reconocerse en un gesto, en un destello de aquella mirada; en algo que lo una, a través del tiempo y los dolores, con esa imagen prisionera en un rectángulo de cartulina. Y al fin, es tan pérfido el tiempo en su indiferente devenir, tan insidioso el almanaque en su anodina reiteración, tan, pero tan perversas las agujas del reloj en su inacabable repiqueteo, que acaba uno por desconocerse. ¿Soy yo el de 3/4 perfil? o es otro Abel remoto y extraño, que vivió su propia vida en un pueblo —ahora— desconocido, del que llegan recuerdos vagos e inconexos, como voces venidas desde lejos, hablando un idioma extraño que no se logra descifrar. Sonrían por favor.

Pero ellos no sonríen. Permanecen tensos, asustados casi, en el centro de la escena, iluminados por el fogonazo de la cámara de Jeremiah de Saint Amour (2).

De fondo se advierte una pared destartalada, mal asentada en barro, encaramada sobre unos cimientos erosionados por la humedad, con ladrillos que no saben de término medio; o son desmesuradamente largos, o inconcebiblemente estrechos; mal unidos en una geometría ondulante que, en cada hilera, se precipita sin remedio hacia las profundidades pero solo para empinarse luego, como la obra de un Ingeniero loco o de un niño caprichoso y entusiasta que construyó de apuro, en un descuido de sus padres. Lo que falta de perfección, seguramente sobró de voluntad.

Algunos cascotes descansan sobre el piso de una tierra que se adivina árida. Y sobre esa tierra pálida y seca pisan los zapatos de ellos: mis hermanos. Zapatos acordonados que en la puntera destellan con un reflejo opaco, consecuencia de la manía por la limpieza y el lustre de mi madre, antes que de la calidad y el poco uso del calzado. Aquello de que pisan la tierra es, en rigor, un recurso de escribiente; pues se advierte que el de la derecha no pisa suelo Santiagueño (que de Santiago se trata), sino un papel que un imperdonable descuido de Jeremiah de Saint Amour olvidó retirar del escenario.

Van con ropa ceñida al cuerpo. El mayor calza un pullover demasiado corto que se abulta en el abdomen y una camisa abotonada hasta el final, que bien pudo obedecer a una precaución por el frío, o al criterio estético de esconder la camiseta de cuello completo que, seguramente, le defendía el cuerpo.

El de la derecha lleva un pantalón más claro que el de la izquierda y una campera de lana, que lleva dos botones superiores prendidos y los de abajo desabrochados, lo que da un aire desaliñado que salva con creces la prolijidad de su camisa —también abotonada hasta el final—, y un peinado con jopo que revela empeño por la pulcritud y las formas. Que, de todos modos, mucho hay por decir del desaliño y la elegancia pues, sin ir más lejos, no se considera elegante abrochar el último botón del chaleco del traje ¿por qué, entonces, va considerarse descuidado y negligente llevar libres los últimos ojales de aquella campera?

Son dos niños con aire triste y melancólico. El más pequeño parece a punto de llorar y no mira la cámara, por lo que se adivina detrás del fotógrafo la presencia materna tratando de animarlo a vencer una timidez que lo paraliza. Sus cejas, parecen unirse en imposible y esforzado gesto que le ondula la frente, mientras la comisura empuja hacia abajo como una media luna invertida, que le otorga un aire de desamparo y fragilidad.

El mayor no está mejor. Envarado y alerta, no revela el temor que se adivina en un rostro que parece ausente. La frente amplia y despejada se corona con un pelo ondulado, rendido a los rigores de la gomina. Amaga un aire suficiente, con su mano metida en el bolsillo y, como si comprendiera la situación —quizás la comprendía verdaderamente—, extiende un brazo protector por sobre el indefenso hombro de Juan.

Juan, a diferencia de Héctor, no está rectamente erguido, sino inclinado levemente hacia su izquierda con los brazos caídos hacia los costados pero, mientras la mano derecha asoma libre y relajada, la izquierda revela tensión en el dedo pulgar, incrustado en las falanges del índice. Gesto que se repite en la mano izquierda de Héctor que descansa sobre el hombro de Juan.

Dos niños, sí, y con aire tristón además; inmortalizados sobre la tierra yerma de Santiago, fondo de pared destartalada, con sus manitos y sus zapatones, con ropas pobres abrigándole los cuerpos menudos, inocentones angelitos morochos alentados por una madre curtida y orgullosa, enfrentados a una cámara y su fotógrafo. Asomando, pequeñitos, a un mundo que los espera con una historia por escribir, como las de cualquier hombre: eterna espera de amores frustrados, regocijo de los placeres, dolor solitario de las traiciones, sinsabor del desencanto, esperanza de hijos que crecen, encono del adversario, cobijo de los amigos.

Y un día, un día cualquiera, con sus páginas a medio escribir o con la historia casi concluida encontrarán una foto amarillenta que los devuelve abrazados, invulnerables al tiempo, mirados por unos ojos sin malicia que, desde el fondo de los tiempos, los buscan incesantes y ansiosos para encontrarse y ser uno solo a salvo de los días y las horas.

 

  1. Saramago, José, El Evangelio según Jesucristo.
  2.  García Márquez, Gabriel, El amor en los tiempos del cólera. Jeremiah de Saint Amour, de profesión «fotógrafo de niños».

 

Un comentario Agrega el tuyo

  1. Norma dice:

    Me encantò el poder de observaciòn y la narraciòn clara y sencilla de la foto. Felicitaciones, escribe muy lindo!!! Suerte

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