HABÍA UNA VEZ

el

 

 

 

“El viento me cuenta cosas,

Y me trae olor a menta.

No sé qué tiene la noche,

que lloro sin darme cuenta”.

        

Las historias nos buscan hasta que, por fin, nos encuentran y se cumple nuestro destino.

Al amigo de precisiones no siempre le es accesible dar con el principio de una historia, de allí que los cuentos infantiles hayan adoptado desde antaño un inicio elástico y eficaz: “Había una vez”. Un comienzo tan impreciso como amplio, que deja espacio para que la fantasía del lector disponga a gusto de tiempo y lugar.

No voy a ceder a la tentación de acudir a la fórmula clásica, aunque resulte ineludible la referencia, pues lo que intento contar tuvo origen en la niñez.

En los ya lejanos veranos de mi infancia, no contábamos siquiera con el consuelo del ventilador, de modo que, cuando las noches de la casa familiar se tornaban irrespirables, sacábamos los colchones al patio para bien dormir al sereno.

De aquellos años permanecen en mi mente recuerdos que me siguen, empeñosos, hasta estos renglones.

Uno de ellos me representa tendido al lado de mi padre, boca arriba, escuchando la historia que él siempre contaba: huérfano a la edad de tres años, un tío, del que no volvió a saber, lo había dejado en un campo para que ayudara en lo que podía a cambio de techo y comida.

“Nací trabajando, hijo. Era boyero. A falta de alambre, cuidaba que la hacienda del patrón no pasara para el campo vecino. Así que, bueno, me daban un caballo y salía a ganarme el jornal. A veces, me encontraba la noche lejos de las casas y, como ahora mismo, descansaba al sereno, hasta quedar dormido” -me decía.

Aquella es una imagen que guardaré por siempre en el “cofre de los tesoros de mi corazón». Un niño solo, en medio de la llanura y con el cielo como techo, durmiendo, vencido por el cansancio, sin otra protección que su suerte. Lo imaginaba como debió haber sido: inocente y vulnerable.

Expósito, sin padres, maestras, ni juegos. No tuvo infancia. Es la parte de la vida que le negaron y de la que apenas queda como reflejo de la imaginación la noche sideral e indiferente extendida sobre un niño rendido por la fatiga de una madurez temprana.

Pero en un momento mi papá callaba o ya no podía escucharlo y el silencio de la noche se apoderaba de mí. Entonces, para encontrar el sueño, en lugar de cerrar, abría mis ojos, tanto que parecían abarcar toda la cara y así, inmóvil, en una alucinación consciente, ascendía hasta quedar en el centro mismo de una esfera de color negro y con chispas iridiscentes que bailaban a mi alrededor, envolviéndome en una cromática sinfonía desde una distancia inconmensurable, y eso era el vértigo de la quietud. A veces tenía el lucero sobre mis manos; otras, la vía láctea me envolvía, y atrás y adelante las constelaciones formaban extrañas figuras que semejaban barcos o ciudades lejanas y maravillosas.

Todo ello se manifestaba en una sensación de estupor, felicidad y desconcierto angustiante de la que no quedaba rastro al día siguiente porque amanecía en mi cama, con mi madre en la casa, mi padre saliendo al trabajo y el mundo en su lugar.

Como el tiempo no sabe retroceder, aquellas noches quedaron lejanas. Las ciudades crecieron sin nosotros advertirlo en una transformación silenciosa e invencible. No solo se han extendido, sino que también se han elevado. Como si una fuerza centrípeta presionara sobre sus límites y las obligara a elevarse antes de estallar. El cielo ya no es el mismo.

Hace unos treinta años me afinqué en lo que fue un lugar tranquilo de Santa Fe. Un suburbio añoso y melancólico con su arboleda que sombreaba casas antiguas, reflejo de pasados esplendores. Barrio Candioti.

Cada vecino tenía nombre, apellido, y una historia que nos resultaba familiar. Se trataba, por lo general, de personas retiradas o a punto de hacerlo que habitaban casas de las que apenas sobreviven unas pocas fachadas bajo el dudoso y nobiliario título de Patrimonio cultural de la ciudad.

Es que, sino todas, la mayoría fue sepultada por desmesurados “emprendimientos inmobiliarios”. Y así, de buenas a primeras, se despierta uno cercado por construcciones gigantes y un centenar de nuevos vecinos a quienes comienza a saludar con timidez y recelo.

La lápida que sepulta la casa de Rosita, mi antigua vecina, tiene ocho pisos con SUM y cocheras. Para los tiempos que corren, es un mamotreto de altura modesta, aunque, a mi gusto, le están sobrando como tres pisos, porque a partir del quinto desapareció el poquito de cielo que me quedaba y el silencio, en fin, se fue para siempre con mi vecina.

La pared que antes me separaba de ella ahora es el límite endeble que mal resiste la presión de unas cuarenta personas, pero, para ser estricto, el único que está a “mi altura” -medianera de por medio- es Miguel, a quien todos llamamos Miguelito.

Nació con el diminutivo y se irá de este mundo con él, pues pertenece a la especie que conserva en el rostro algo de humor, picardía e inocencia, que se manifiestan en una expresión de sorpresa en los ojos, signo de peremne juventud.

Alegre y expansivo, amigo de sus amigos, eternamente rodeado de “Chicas Miguelito” anda por la vida irradiando vitalidad. Amante de los motores y del vértigo. Tiene un auto marca “Miguelito” que es parte de su cuerpo y lo conduce como tal. No se cansa de armar y desarmar el motor y acelera al vacío para confirmar con sus oídos lo que sus manos ya saben. La música es parte de su vida y, por volumen y cercanía, también de la mía. Nunca descansa y, sin rencor, podría decir que tampoco deja hacerlo.

Pero la descripción sería parcial y por sobre todo injusta sino escribiera que, por otro lado, es atento, generoso, y el más comedido de los vecinos: Miguelito tiene el puente para la batería exhausta, aceite para la falleba oxidada, caballete a la altura del tablón rengo y la llave exacta para la tuerca que se emperró.

El que esté libre de contradicciones en su personalidad que arroje la primera piedra. Al fin y al cabo, son descripciones contrapuestas o complementarias y cada quien es dueño de adoptar la que quiera. Yo, que no tengo opción, me quedo con la ambigua sensación de no saber cómo tomarlo, quizás como a un hermano menor liero, consentido y caprichoso, que nos termina comprando con un guiño ante la inminencia de la batalla final. A fuerza de ser sincero, debo reconocer que pocas personas sin conocerme, o quizás por eso mismo, me han dado tantas demostraciones de afecto.

Sí que es difícil a veces desentrañar la naturaleza de un vínculo. De algún modo, el flamante vecino sabe que puede contar conmigo y, aunque no haga falta escribirlo, yo sé que puedo contar con él.

Como quiera que sea, está incorporado a mi historia personal y suelo llevarlo conmigo a ciertos lugares. Al trabajo por ejemplo donde, aunque no lo conocen, saben que Miguelito será ruidoso, pero bueno y solidario como pocos. Y, sin tomar partido, a última hora de un viernes eterno, a falta de mejor conversación, me preguntaron, si tanto amaba la tranquilidad, por qué no me tomaba unos días en esos lugares solitarios que están de moda. Alguien mencionó un campo, una casa y una semana.

Al parecer no era parte del circuito turístico, ni una estancia, sino la casa de un puestero hecha a nuevo en condiciones de un uso austero con el aliciente (o el agravante) de cierto aislamiento.

Vaya uno a saber cómo, me vi repasando las instrucciones: tomar ruta nacional once hacia el norte. Pasando tres kilómetros de La Criolla, a mano izquierda, hay una gomería. Ahí espera un tal Sánchez, quien tiene las llaves de la casa y las indicaciones para llegar.

En algún momento, Miguelito advirtió los preparativos y terminé por confesar lo de la semana en el campo, aunque sin detallar motivos. No hace falta decir que el hombre tenía todo lo necesario para una semana o un año en el campo, y no hubo manera de que no revisara el auto de principio a fin y que yo no le prometiera en forma solemne que cualquier cosa que me pasara, donde me pasara y a la hora que me pasara, lo llamaría.

No quedó más que agradecerle y Miguelito me propinó, para que tenga, un abrazo que me estremeció.

Como la historia está a medio contar, no puedo escribir “había una vez” y lo reemplazo por “así fue” que me vi remontando el río encrespado de la ruta nacional once que, a falta de olas, ofrecía la tenaz resistencia de unos pozos insondables. Cuando no podía esquivarlos, los amortiguaba con las ruedas perfectamente calibradas por Miguelito, quien, dicho sea de paso, le había encontrado -y arreglado- no sé qué problema al tren delantero.

Efectivamente, pasando La Criolla, a mano izquierda, estaba la gomería, y al haber una sola persona en ella no le quedó más remedio que ser Sánchez. Morocho, retaco, con un bigote ralo que le sombreaba la boca, me extendió la mano y, junto con ella, las llaves de la casa.

No era de muchas palabras, pero en su favor debo reconocer que cada una de ellas dejaba un concepto o una instrucción y eran separadas por una pausa que daba lugar a la pregunta o a la opinión, lo cual es mi modo de decir que manejaba en forma simple y efectiva el arte de la conversación.

Al costado de la gomería nacía un camino de tierra. Me hizo señas para que lo siguiera. Nos paramos en medio de la senda, me puso una mano sobre el hombro, extendió la otra hacia el oeste y dijo: «A sesenta kilómetros la hora, en veinte minutos, verá una casa de rejas negras. La llave grande es la del ingreso; la chica, de la puerta trasera. Tiene heladera y cocina. Televisor no. Al fondo hay un tanque australiano, el agua está impecable, por si quiere refrescarse, porque el calor está apretando. Eso sí, no espere señal de Internet porque no hay. Cualquier problema, en veinte minutos está en el pueblo y me busca, pregunte por Sánchez. El sábado paso para ver si precisa algo».

Al cabo de veinte minutos exactos estaba frente a la casa, que me recibió con una austeridad proverbial y acogedora. No me llevó demasiado tiempo acomodar el poco equipaje que llevaba y distribuir provisiones entre heladera y alacena.

Como era pasado el mediodía preparé algo rápido para el almuerzo y me dediqué a leer y a caminar, y caminando entré en la noche y ella se quedó a mi lado, silente compañía de la cena que fue preludio de un sueño largo y apacible. Cuando desperté, el día estaba conmigo invitándome a salir.

Parece cierto, nomás, que el tiempo es capaz de detenerse. Ya fue dicho que no sabe volver, pero no tiene problema en esperarnos hasta que nos dispongamos a avanzar. Y como yo estaba sin ánimo de poner el nombre de martes o miércoles a los días, las horas remoloneaban a mi alrededor sin decidirse a ir.

Circundando la casa había eucaliptos, casuarinas, aromitos, talas y, al lado del tanque, casi pegado al molino, crecían al capricho de una pérdida de agua frutales entre los que me pareció reconocer ciruelos, mandarinas y granadas.

En un potrero cercano pastaban unos caballos confianzudos que al verme se arrimaron a ofrecer su enorme testuz y, no sin reparos, comencé con timidez de primerizo a acariciar aquellas ásperas y majestuosas cabezas.

No quiero engañar y, sobre todo, engañarme, de modo que es tiempo de aclarar que jamás viví en el campo y que, por mucho que quiera forzar las letras, nunca dejaré de ser un bicho urbano de principio a fin.

Pero, a decir verdad, me encontraba tan a gusto que, si lo hice, no recuerdo nada de lo pensado en aquellos días. A veces, me parece haber caminado a lo largo de jornadas enteras sin otro propósito que mirar y escuchar, como empujado por el afán de aprender algo que me estaban enseñando y no terminaba de comprender.

No era vida de contemplación, sino un dejarme estar o, mejor dicho, dejarme llevar. Puede considerarse una proeza o un alarde decir que me había adaptado a la naturaleza, pero íntimamente sentía algo superior: que la naturaleza me había aceptado. Era yo un elemento extraño en aquella armonía y, sin embargo, había coincidido en el mecanismo sutil y exacto de aquel mundo y por ahí andaba como uno más.

En aquella apacible rutina me encontró el sábado de Sánchez y sus provisiones. Este, luego de decirme que me quedaban dos días, desapareció como si nunca hubiera existido.

Aquella fue una jornada de calor agobiante que disimulé con unas zambullidas en el tanque, mientras dejaba correr la vista por los potreros, pisando descalzo el pasto tibio que crecía a la sombra de un paraíso desvencijado por los años.

El atardecer tuvo epílogo de sol de seca que extendía una luminosidad rojiza sobre los eucaliptos gigantescos sin que una sola nube se le animara a aquel cielo perfecto, apenas orlado por el vuelo perezoso de las aves migratorias.

Quedé contemplando el sol hasta que no fue sino una delgada y difusa línea sobre el horizonte interminable de la llanura. A mis espaldas crecía la noche, trayendo consigo sonidos apagados y oscuros venidos de ninguna parte.

Luego de una cena frugal, advertí que el calor porfiaba con quedarse a pesar del ventilador, y con natural impulso saqué el colchón de la cama y lo extendí entre paraíso y tanque australiano. Arranqué unas gramillas y comencé a masticarlas, distraído, al tiempo que miraba el cielo nocturno, lejano e inabarcable, insondable y perfecto.

Contuve la respiración para oír mejor el paso de la brisa tibia sobre el arpa de las casuarinas. Después comencé a respirar profundamente y poco a poco mis pulmones se llenaron del aroma de poleo y menta.

Me extendí tan largo como era en el colchón a contemplar el cielo. Al principio vi trazos humanos en el firmamento: la parpadeante linterna de un avión buscando el poniente hasta desaparecer y luego satélites orbitando aquel mar de oscuridad. Entonces, abrí más y más los ojos, hasta que sobrevino una quietud desde la que pude ver el nacimiento de las constelaciones, la aparición y desaparición de universos enteros, auroras, ocasos, la insurgencia de estrellas fulgurantes, el errático desplazamiento de planetas muertos sepultando para la eternidad historias desconocidas, hasta que, como una revelación o una certeza, me pareció entrever la génesis, el comienzo de lo que no tiene fin, y en el abismo insondable de la memoria un niño con mi rostro durmiendo apaciblemente sobre el regazo de un campo que la naturaleza le había tendido para que descanse.

Estaba tan lejos que casi podía alcanzarlo con la punta de mis dedos, y cuando extendí la mano para acariciarlo me despertó la luz del sol que entraba por la ventana del dormitorio. Entonces sentí sobre mi frente la claridad del amanecer. Quise abrir una y otra vez los ojos para retener lo que había encontrado, pero ya era el irrevocable día. Caminé hacia el patio y miré el cielo hasta que unas lágrimas me anunciaron que era tiempo de volver.

Hacia la tarde, la ruta once quedaba atrás y Santa Fe se imponía en el horizonte. A un par de cuadras de casa me salió al encuentro la música de Miguelito, quien lustraba el auto en la vereda. Estaba como siempre: alegre y vital, tan luminoso como el cromado de las llantas. Al verme, abandonó su tarea y me saludó efusivamente:

—Te rejuvenecieron las vacaciones, vecino, parecés un pibe. Se viene un sábado que promete. Un par de cervezas, música, y a vivir la noche que siempre es generosa con sus buenos hijos.

—Sí, Miguelito, la noche es generosa con sus buenos hijos. Ojalá haya sido yo un buen hijo. Ojalá.

ABEL ANTONIO PONSE.

 

 

*- Fotografía: NÉSTOR JAVIER GORRITI.

 

*- Esta publicación no persigue fines de lucro. Puede ser difundida, publicada o impresa con el solo recaudo de indicar el nombre del autor.

Santa Fe, 22 de mayo de 2024, 7:54 h.

2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Néstor Gorriti dice:

    Excelente como siempre!

  2. Jorge dice:

    Excelente!!!!!!!!tengo muchos recuerdos muy parecidos de mí infancia que estuve en mi pueblo muy pequeño juntos a mis padres era muy feliz nos vinimos a Santa fe formé mi propia familia y ahora veo como mis cuatros hijo me llena de verlos tan unidos y mimandos a sus queridos viejos

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