Los abuelos

Durante toda su vida, mi madre libró una enconada lucha contra el otoño. Cada mañana, escoba en mano, emprendía la ímproba tarea de dejar sin hojas la vereda de la modesta casa de calle Moreno, en Sunchales.

Era una guerra perdida, claro, pero aunque no lo crean yo he visto al otoño vacilar ante su inquebrantable voluntad de limpiar. Lo que llamo modesta casa era dos habitaciones levantadas a la sombra amenazante de un eucalipto. Las dos «piecitas» (cocina y dormitorio) a que aspiraba cualquier familia pobre como la nuestra. A la distancia advierto, sin embargo, que cocina y dormitorio sin revocar constituyeron —por lejos— la mejor creación familiar. Digo creación y no trabajo porque, este último con toda su dignidad, descansa en la responsabilidad y el esfuerzo, mientras que la creación supone, además, alegría. Y nosotros, en medio de estrecheces, construimos con alegría, aprendiendo de este modo vital y empírico el verdadero concepto de propiedad privada: en este mundo, lo único que realmente nos pertenece es lo que creamos con nuestras manos. Aprendamos los hijos, entonces, que la única herencia posible nunca será una casa sino el modo en que se construyó.

Nuestros vecinos no eran ajenos a la empresa y, de hecho, techar era tarea comunitaria. Para «hacer la loza», se convocaban los brazos disponibles del barrio y, con más voluntad que pericia, se procedía a la tarea. A veces, por error de cálculo o por comprensible torpeza, los baldes de mezcla se precipitaban al vacío de modo que, a un mismo tiempo, se hacía techo y contra piso. Por toda retribución, al final de la «hormigoneada» se comía un asado, con gastos a cargo del dueño de casa.

En nuestro caso, bien sea por el inefable poder de superación de mi madre o por el descomunal esfuerzo de mi padre, tuvimos la dicha -por no decir el lujo- de contar con tres «piecitas» donde, a la edad de 6 años, conocí la luz eléctrica y la maravilla de poder leer —en plena noche— unas historietas que mis hermanos mayores coleccionaban y cuidaban como el tesoro que en realidad eran. Solo unos años después el televisor comenzó a ganarle la batalla a las revistas pues, en un barrio con tantas carencias como el nuestro, un aparato de TV era una extravagancia inaccesible, un lujo de faraones que se podían dar pocas familias: en ese caso, el progreso económico era denunciado por enhiestas antenas de hierro que sobresalían entre los techos de las casas bajas del vecindario. Hacia esas pantallas acudíamos con mis hermanos para ver series y dibujos que trastornaban nuestra imaginación. De regreso al hogar, contábamos a nuestra asombrada madre, los pormenores y detalles de lo visto y, en un alarde de histrionismo, recreábamos música de programas y avisos publicitarios.

Bien sea por nuestra cándida insistencia, o por la fascinación y curiosidad que nuestras esforzadas actuaciones ejercieron sobre nuestra madre, finalmente, floreciendo entre limitaciones y penurias económicas, apareció un televisor.

De esa época, de aquellos años, tengo memoria y traigo al relato a uno de los próceres de mi niñez: flaco hasta el hueso, un pelo de color indefinido, mal domesticado por el peine le sobrevolaba alborotado y rebelde sobre la frente en un jopo incomprensible. La nariz ganchuda, el bigote amarronado por los vahos de alquitrán de sus inseparables Particulares con filtro, el cuerpo encorvado como sosteniendo un peso demasiado grande se le vencía por los hombros descarnados, otorgándole un aire a mitad de camino entre la indefensión y la indolencia. Nunca lo vi abrigado y, en los inviernos más rigurosos, defendía malamente su cuerpo esmirriado con unas camisas que no hubiesen atajado ni el sol. Fumador hasta el estrago; simple, socarrón y de un humor proverbial, jamás le escapó al vino y, si sobrio era sentimental, con unas copas demás no tenía remedio. Tuvo la voz que se merecía: como de vidrios molidos. No pronunciaba palabras, las raspaba entre los dientes amarilleados de nicotina, frunciendo el agrietado entrecejo como para reforzar lo que decía.

La única ocupación que le conocí fue la de carpintero que, siguiendo la tradición bíblica, está reservada para las buenas personas. Claro que en su taller jamás vi mueble alguno y, por mucho que fuerce la memoria, no lo recuerdo lidiando con serruchos y escofinas. Honestamente, no sé de qué vivía. Pero en lo que a mi respecta puedo decir que uno de los pocos juguetes de mi infancia (por no decir el único) fue una pequeña escopeta que el Flaco me había hecho en su inconcebible carpintería.

Una pajarera inmensa precedía el obrador del carpintero. A fuerza de verlo con mis propios ojos, terminé aceptando que se entendía con los pájaros, que lo recibían en medio de una algazara increíble ante la sonrisa melancólica del Flaco Maretto. De la extraña y exacta suma de tabaco, pájaros y madera no podía resultar otra cosa que un buen hombre.

Su consuetudinaria falta de recursos —sumada a la buena relación que mantenía con mis padres— hacía la justa combinación para que por las noches, junto a su esposa, se congregaran en nuestra casa —ahora con una delatora antena sobre el techo—, para mirar la novela.

En invierno, el abigarrado auditorio se ganaba a la cocina familiar, mientras que en verano sacábamos el televisor a la inmaculada vereda de mi madre. Lo crean o no mis hijos, aquello era todo un acontecimiento social y se respetaba un orden inquebrantable en las ubicaciones. Exactamente frente al aparato se acomodaban mis padres y el matrimonio invitado. Hacia los laterales, y en orden de importancia decreciente, familiares y amigos. Los más chicos terminábamos en los arrabales de las filas, cuando no en el piso de tierra prolijamente barrido.

No pocas veces, gente que pasaba por el lugar, se apeaba de la bicicleta y tímidamente daba sus pareceres sobre la trama. Porque no éramos nosotros una platea indiferente, sino militante. Nos indignaban esas injusticias de papel y hacíamos causa común con los buenos; afligidos sin límite por ese argumento sencillo donde un hombre rico, pero de buen corazón, se enamoraba perdidamente de una chica bella y pobre como muchas de nuestras vecinas. O una muchacha fina y acaudalada languidecía por los amores de un joven sensible pero sin un peso, como pretendíamos ser nosotros.

Menos por la calidad de los actores que por los vinos que tomaba, Maretto lloraba silenciosa y desconsoladamente. Para justificar sus lágrimas, pitaba a fondo el Particulares, tomaba un trago y sentenciaba: ¡Qué bien que trabajan! Porque el Flaco intuía que todo estaba orquestado, no así don Romero que, ante el legítimo y conmovedor sufrimiento de su esposa frente al televisor, le pasó la mano sobre el hombro y con ternura infinita le advirtió: “No llores vieja, está todo arreglado. Ellos están de acuerdo” consumando, de este modo, una inusual paradoja: Don Romero, que no entendía, le daba explicaciones a los demás, que sí entendían.

Con los años el barrio fue cambiando. Nuevas casas se sumaron a la nuestra, imponiéndose a yuyos y baldíos. Mi calle Moreno luce hoy jinetas de Avenida. Abundan los televisores y cada quien mira la novela en su casa. Junto con las hojas, mi madre —sin querer— barrió hasta el recuerdo de aquellos viejos que poblaron mi infancia. Que, al igual que don Maretto, trajinaron silenciosamente por esta vida, cumpliendo con el único mandato que debe honrar cualquier buen vecino —ciudadano— y cuya conjugación nos hubiera liberado de los graves males que hoy nos aquejan: no dañar a los otros.

Vaya, entonces, este, mi sentido homenaje para ellos. Con más entusiasmo que pericia procedo a techar esta casita construida con palabras. Habitarán por siempre en ella: Miguel Maldonado y Pedro Herrera, dos morochos aindiados y silenciosos de laboriosidad impar. Hernández, el zapatero, que por años resucitó el calzado de la vecindad. «Biyo» Petelín y Don Bertone, que trajinaron en el andamio hasta el último aliento. Rastelli que, bolsa de los mandados en mano, discutió el precio de todas las mercaderías. Don Maretto, por las razones ya expuestas.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. María Isabel Ingaramo dice:

    ¡ Buenísima descripción del barrio Moreno . . . me parece verlos porque yo los conocí a todos….. gracias por este recuerdo de mi Sunchales querido…..

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