Uno como el que está en vidriera

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Yo no envejecí; pasé de moda. No pude evitar el contra sentido, la ironía, de claudicar en el terreno en que mejor pisaba: la vidriera.

El tiempo esmeriló mi belleza imponiéndome una sutil decadencia hasta hacerme anacrónico. Un señor fuera de lugar, venido a menos; demodé.

Quien hoy me ve mal puede imaginar mi hora de esplendor, mi época de gloria. Los dos metros cuadrados de un escaparate de la peatonal me bastaron para marcar una época. Llevaba conmigo la ingénita elegancia, el porte altivo de los que nacieron para eso. Si que era orgulloso conciente como era de mi altiva distinción. Como esos caballos que de trotar, nomás, evidencian estirpe, carácter.

Santa Fe, por aquellos años, tuvo en mi su Petronio, “arbiter elegantiae” árbitro de la elegancia. Silencioso y altivo regí los destinos, no de la pasajera moda, sino de un concepto estético ajeno al paso del tiempo. El vestir es un arte que excede la combinación de telas y estampados, supone una concepción de la belleza donde el atuendo se incorpora al cuerpo  y viceversa.

Por aquella época el tiempo transcurría parsimonioso. Calle San Martín era, por sobre todas las cosas, un lugar de paseo que no había sido ganado por el frenesí de bancos y oficinas, y las personas trajinaban sin apuro, empeñando su tiempo en el siempre delicado cotejo de precios y calidades.

La juventud de aquellos años me permitió cargar con el peso de ser el ideal de muchos compradores. Quien elige una prenda no sabe, al tiempo de la elección, si es acomodada o no a su cuerpo. Solo supone que lucirá como ese ser que ve a través del vidrio. No razona, quizás no quiera, que un maniquí ha nacido para eso. Su torso no tiene otro destino que la exhibición, las piernas, enhiestas y constantes, no resisten parangón humano, su estampa vigorosa, lo acerca a la perfección humana y, a la vez, lo aleja de las posibilidades de cualquier hombre.

He representado una ilusión y me hago cargo de haber vendido prendas a sabiendas que serían desvirtuadas al caer en cuerpos equivocados. Como cualquier artista, viví esa contradicción de amar la armonía que la estética supone y necesitar la venta aún a costa de la elegancia para seguir viviendo.

Es probable que en el natural encanto de mi estampa, haya germinando la semilla de mi perdición. Sucede que estos locales se rigen por un estricto sistema de suma y resta. Si los ingresos resultan superiores a los egresos esta gente supone que progresa. A ese progreso algunos le llaman crecimiento y esto último engendra un hijo desnaturalizado y vil al que llaman sucursal.

La sucursal implica un menoscabo, supone lejanía y carácter accesorio. Personas sin estilo aceptan gustosas ese exilio dorado, suponiendo que significa un progreso en sus vidas. Pobres de ellos.

Nunca me confundí al respecto. Tanto que cuando, con bombos y platillos, anunciaron en el local la apertura de la nueva sucursal en el Shopping del puerto, compadecí la alegría del par de empleados “promovidos” (permítanme la ironía de las comillas) para regentear el nuevo emprendimiento.

Yo era la carta ganadora de la tienda y, por ende, con chapa bastante para abrir camino en un territorio desconocido.

Nunca olvidaré esa mudanza.
Despedirme de calle San Martín es el recuerdo más doloroso de mi vida. A primera hora de ese día, los empleados comenzaron los preparativos y me despojaron de las prendas. Permanecí desnudo en vidriera esperando el traslado. La perfección de mi cuerpo, no evitó la mortificación. La vergüenza no provenía de estar exhibido de ese modo, sino de la desazón de verme privado de lo que había dado sentido a mi vida. Un maniquí desnudo encierra una penosa contradicción que aquellas personas no comprendieron.

Ahí estaba yo, como un rey pronto a partir al destierro sin tiempo para despedirse de sus cosas amadas. En esos últimos momentos comprendí que mi ancho y maravilloso universo iba del número catastral 48 a 80. Mi visión estaba acotada por los límites de la vidriera y ese rectángulo transparente abarcaba un mundo geométricamente delimitado.

Vi por última vez al chico de las flores. El rostro curtido. La pequeña regadera de plástico, sus magnolias coloridas. Con melancolía puse la mirada en la joven de enfrente, recostada sobre el marco de la pequeña librería distraída y abúlica, ajena a la tragedia consumada frente a sus ojos. Los caminantes tempraneros paseaban indiferentes y somnolientos. No hay peor dolor que el que no se puede llorar y yo, por naturaleza, estaba privado de ese desahogo. Mi angustia se quebró cuando sentí que de un abrazo me arrancaban en vilo de mi trono y me encaminaron hacia un vehículo de mudanzas confundido con camisas, pantalones y otros compañeros de desgracia.

El Shopping es producto de los tiempos modernos y participa de sus defectos sin tomar algunos de sus beneficios y virtudes.

El nuevo local no escapaba a tales generalidades. Todo era transparente, radiante y estridente.

El secreto de mi “charme” residía en cierto enigma que un apurado no podía advertir. Y aquél, era un solar de gente frenética.

A diferencia de mi casa anterior, en ésta no había matices. Era un invernadero gigante indiferente al cambio de estaciones. El aire enrarecido permanecía en temperatura constante y la única pista de las variaciones del tiempo lo marcaba la ropa de los visitantes.

Sobre la peatonal, en días de lluvia, disfrutaba de esa serena melancolía  donde todo se volvía calmo y desolado. Aquí, los diluvios se develaban por la premura de la gente que ingresaba a raudales sin otro objetivo que pasar el tiempo a como diera lugar.

En el Shopping era indiferente cualquier día de semana. Lo mismo daba domingo que martes, pues se trabajaba a destajo, con un ahínco y una constancia como jamás volví a ver.

Aquel fue para mí un lugar hostil y extraño pero, profesional al fin, cumplí con las exigencias de modo digno aunque sin sobresalir y, así como perdí el instinto de reconocer un cliente con solo mirarlo, adquirí la destreza de saber quien nunca ingresaría al local.

En ese paraíso artificial es difícil advertir las modificaciones de la realidad, todo es tan exactamente igual que aún los cambios que se producen frente a nuestros ojos pasan inadvertidos. Algo de eso sucedió con el local de enfrente. Inicialmente dedicado al expendio de artículos del hogar que, del día a la noche, mutó en casa de indumentaria deportiva.

Aquél negocio de frente vidriado quedó dividido en dos por una puerta, a cuyos laterales se distinguía un sector dedicado para prendas femeninas y en el otro, masculinas.

Distribución que no podía llamar la atención y, de hecho, no lo hizo con la mía hasta que advertí con estupor que los maniquíes colocados a uno y otro lado eran idénticos.

La monstruosa perfección de aquellos seres, sus rasgos finos y delicados marcaban, tal contraste con mi estructura, que mal podíamos ser tomados como especies del mismo género.

Nada hay más complejo que el análisis del propio cuerpo, pero me veo en el apuro de describirme para que se comprenda la perplejidad experimentada.

Mi cabellera, espesa y oscura, se deslizaba hacia la derecha en un jopo que descendía en suave cascada cubriendo hasta la mitad la delicadeza de la oreja.

Las cejas, tupidas, ensombrecían levemente el color acerado de mis ojos que irradiaban una mirada melancólica y seductora.

Los pómulos marcados, hacían lo necesario para resaltar la perfección de  nariz y boca, que permanecía entre abierta dejando asomar la simetría de los dientes. Bien puedo decir que sonreía con severidad, pues había una alegría austera y varonil en aquél gesto.

Los brazos eran tan poderosos como las piernas y habían sido dispuestos uno atrás y otro adelante del torso para dar sensación de movilidad.

En contraste, aquellas criaturas carecían de carácter, de un rasgo que las distinguiera.

Quien las concibió, las engendró con frialdad industrial, privándolas de vida. Eran dos cadáveres magníficos y jóvenes que resplandecían en aquél sarcófago transparente.

Su calvicie exaltaba la exacta redondez de sus cabezas donde sobresalían unas orejas planas, sin relieve. Las órbitas de los ojos eran tan blancas como el resto del cuerpo, de modo que no era posible advertir si los párpados permanecían cerrados o se trataba de pupilas ciegas y translucidas.

Eran seres neutros, simétricos, empleados en forma indistinta para prendas masculinas o femeninas.

No hay en la frase anterior prejuicio alguno. Al fin y al cabo la ropa unisex no es invento de estos días. Lo que motivó mi asombro fue advertir, no que la misma prenda pudiese ser usada tanto por el hombre como la mujer, sino que un mismo profesional sirva para exhibir una y otra.

Advertir, en fin, la indiferencia utilitaria de aquellas criaturas que prestaban sus cuerpos con abulia, ajenas a todo.

Mi puesto de trabajo me obligaba a permanecer enfrentado con ellas todo el tiempo.

Lejos de lo que podría suponerse, no existió entre nosotros un duelo de estilo pues, allí donde yo afirmaba mi pertenencia a la escuela clásica, aquellas níveas estatuas no pertenecían a este mundo. El que vive de la moda, por cuestión de principios, no puede oponerse a los cambios pero aquél era un evidente retroceso en el concepto estético de nuestra forma.

Con todo, debo admitir que el flujo de sus clientes iba en crecimiento. De donde no era difícil inducir que aquellos frígidos muñecos cumplían a cabalidad con su objetivo. También yo, claro. Aunque era evidente que me doblaban en público. Estadística que no me inquietaba pues fui educado de modo tal que no identifico número con calidad.

De aquellas cavilaciones, me arrancó la desaparición de uno de los gemelos. Al percatarme de su ausencia, dirigí la mirada al otro sector y advertí el rostro impávido del maniquí presente que, como si nada, seguía sumido en su labor.

Sin entender porque, sentí una inmensa pena por él. Había concebido aquellos seres como unidad y al desaparecer uno, el restante se me antojaba un ser mutilado. Una totalidad sin su mitad. Alguien enfrentado a un espejo que no lo refleja. Mi mente había gestado aquellos siameses y ahora que la realidad los separa experimentaba el dolor que ellos no podían sentir.

Con todo, fue un dolor pasajero pues, no demoré en acostumbrar vista y pensamiento a aquel ser solitario.

La llegada de la temporada otoño invierno, como no podía ser de otro modo, trajo novedades.

Tal cual acostumbraba suceder para esa época el encargado de vidriera acomodaba mis prendas a los rigores del mes en curso. Antes de que sucediera, me pareció advertir en el maniquí solitario el filo de una mirada, lo cual no era posible en aquellas órbitas clausuradas.

A pesar de ello, aquel rostro indiferente parecía cobrar vida al tiempo que un gesto sombrío y amenazador iba iluminando las facciones alienígenas.

En medio de una inquietud creciente, el empleado me hizo girar para acomodar un saco de invierno y en el movimiento advertí, con estupor, que a mis espaldas había sido colocado el muñeco ausente en la vidriera de enfrente.

Ahora si, en modo definitivo, vi que su gemelo me atravesaba con mirada diabólica. Concluida su labor el empleado se ganó adentro del local, dejándome en medio de aquella incómoda situación. Había algo sobrecogedor en el ambiente que la excesiva luz del lugar no lograba menguar. Por frente y espalda me horadaba algo frío e innominado que me aceleraba el puso.

Mi desesperación estaba signada por un presagio materializado en aquellos muñecos cuya horrida frialdad iba consumiendo mi resistencia en modo palpable y definitivo. En tan infausto momento recordé aquello que no hay peor cosa que aferrarse a un lugar al que no se pertenece. Mas tarde o mas temprano, se termina siendo forastero y los hechos no iban a tardar en demostrármelo.

Es que a mitad de temporada, el compañero de retaguardia había emparejado mi línea y, sobre la época de las ofertas, yo había sido desplazado al interior del local.

Quienes ejercemos esta profesión entendemos el significado de esa mudanza: se avecinan días tristes. El mínimo sentido común nos advierte que en un negocio de dimensiones estrechas como aquél, nuestra presencia lejos de ser un argumento de ventas es una molestia innecesaria y, en cuanto tal, algo que debe ser removido en modo perentorio.

Y así fue, nomás. Sin prenda que exhibir fui puesto de compromiso frente a los probadores y, luego de una breve estadía, pasé a un cuarto contiguo, celosamente cerrado con llave.

Había escuchado, de boca de mis mayores, hablar de aquellos lugares. Sitios de espanto, donde muchos de los nuestros perdieron el juicio, al ser enterrados en vida entre percheros deshechos, maniquíes descabezados, prendas con fallas y cajas de todo tamaño y color. La oscuridad, el encierro y el ocio son las tres cadenas que nos atan a ese cadalso de donde “ningún viajero regresa”.

Toda noción de tiempo se pierde y, lo único que revela el fin de un día, es el silencio que sobreviene cuando los empleados cierran el local a las 21.

Fue lo que me permitió saber que una noche ingresaron al local varias personas. Luego del chasquido de la llave en la puerta, escuché la voz familiar del dueño de la empresa. Iba acompañado por dos sujetos corpulentos que no emitían palabra.

A una indicación del patrón los dos gigantes comenzaron a cargar en cestas de mimbre todo lo que había en el lugar.

Fui mal acomodado en aquellas canastas, de modo que sobresalían mis brazos y la pierna izquierda. Las escaleras mecánicas no funcionaban y bajaron dando saltitos hacia el estacionamiento. Allí esperaba una camioneta descuajeringada, ganada por el óxido, a cuya caja fui arrojado sin miramientos.

Mi cuerpo quedó semi sepultado por dos sillones cojos, un perchero y un chiffonnier  descascarado. Al pretender acomodarme uno de los operarios tiró con tal fuerza de mi brazo que lo arrancó. Con fastidio, arrojó el miembro cerca de unas cabinas de luz, mientras la camioneta arrancaba entre estruendo y humo negro.

Efectivamente era de noche y al estar boca arriba, pude ver por primera y, quizás, por última vez el pálido brillo de las estrellas invernales, dispersas en el negro del firmamento; acotado por enhiestos edificios que limitaban su espacio ahondándolo en una profundidad cósmica, oscura y parpadeante que desbordaba la vista y oprimía el corazón. Cada tanto, las luces de la ciudad, herían la oscuridad de la caja y veía con dolor mi cuerpo mutilado. Un aire frío se colaba por los laterales y, en uno de los tantos giros, alcancé a ver que habíamos doblado en la intersección de San Jerónimo y 1era. Junta.

A los pocos metros, el cascajo se detuvo. Semi sepultado por objetos inútiles yacía sin esperanza pues, sabía que en esta espartana profesión, ser manco significa que se nos va el cuerpo entero en un brazo.

Aquellos hombres brutales me levantaron en vilo para dejarme desnudo y de pie frente a un local oscuro atiborrado de ropa de dudosa calidad, donde se consignaban precios inconcebibles para una prenda que pudiera reputarse tal.

Un hombre enjuto de marcados rasgos orientales intercambió un diálogo ininteligible con los operarios y cuando estos hubieron subido a la camioneta, fui ingresado al pequeño negocio, junto con percheros y sillones.

En la penumbra del comercio, el oriental se paró frente a mí. Su mirada filuda permaneció un instante en el lugar del brazo ausente. Un frío descorazonador me recorrió el cuerpo. Contra toda previsión, el hombrecito me calzó un áspero pullover por los hombros y, con tanta eficacia como velocidad, atravesó el local, ingresó a la vidriera y apartando una maraña de ropa y colegas puso mi nariz contra  la vidriera.

No había alcanzado a acomodarme a la situación, cuando el hombrecito (que había dado un rodeo) se puso frente a la vidriera y, luego de contemplarme un instante, sonrió afirmativamente.

El día de aquella noche, me encontró en calle San Jerónimo frente a la Plaza del Soldado, fungiendo de nave insignia en aquel lugar de ofertas inigualables. Al llegar las 8 de la mañana se produjo la apertura del local.

La jornada tuvo un comienzo estridente y multicolor con la llegada de colectivos urbanos que levantaban y dejaban racimos de gente que se desparramaban y perdían entre más gente.

Frente a la vereda de mi nuevo empeño se apiñaban puestos de vendedores ambulantes que expendían videos falsos, anteojos descartables y hojitas de afeitar. Malas réplicas de casacas deportivas, disputaban el espacio con gorritos blanquicelestes y remeras con imágenes y frases provocativas. Todo era apócrifo, fungible, baladí.

Cruzando calle San Jerónimo, sobre uno de los canteros de la plaza, se había apostado un fotógrafo que ofrecía una toma con pony incluido. Un caballito viejo, ajado y regordete ataviado con arneses de pacotilla masticaba aburrido el ralo pasto del lugar.

Había bocinas, trajín, griterío y cierta tristeza sobrevolando sobre las baratijas. Impávidas mujeres mendigando con sus niños en el regazo. Veredas angostadas por las ventas ambulantes y alguien hablando a la nada, extendiendo sus brazos al cielo.

Un mundo nuevo se me revelaba. No hubo pasado media hora, cuando un señor observó con atención el pullover que me arropaba. Compuse mi posición. Ese fue el tiempo indispensable para que el caminante mutara en cliente. Al ingresar al local escuché palabras que hicieron fluir sangre en mis venas: “Quiero uno como el que está en vidriera”, dijo. Luego de unos regateos, el oriental en su media lengua farfulló: “No se va a arrepentir”.

Al cabo, el señor abandonó el negocio con una bolsa de compras donde asomaba una prenda idéntica a la que yo exhibía. Aquel hombre que se perdía por calle San Jerónimo al norte operó el milagro. Yo era algo más que su Lázaro pues, no le bastó con retornarme del mundo de los muertos sino que, además, dotó de un sentido diferente a mi existencia.

Todo lo que había de fatuo y vanidoso en mi, quedó sepultado con aquella transacción.

En modo alguno había perdido con ello sentido de la estética, solo que ahora comprendía que mi reino, al fin, el reino de todos, no tenía otro límite que nuestra inteligente sensibilidad. Y, así como de joven concebí la orbe encerrándola entre dos números catastrales o abarcada por las dimensiones de un local ahora, entendía que me había sido concedida a un mismo tiempo la gracia de la inmovilidad y el infinito.

Pues allí, en ese acantilado urbano, podía apreciar sin tiempo el golpeteo incesante de la humanidad entera cuyas olas, siempre iguales y distintas, llegaban a mi orilla y se deshacían para renovarse una y otra vez, con maravillosa obstinación.

Cada pequeño movimiento expresaba una historia, cada minúscula ola contenía grandeza y miseria, reivindicaba una condición. Las tardes oscurecían y aquietaban las aguas hasta hacerlas invisibles, en lánguida bajamar; solo para que el amanecer las devolviera de color cobalto, luego celeste, azules, coronadas de blanca espuma, con una belleza virgen y salvaje, tan poco humana, que ninguna prenda podía arropar

Ese océano, a veces embravecía arrojando contra mi atalaya corrientes violentas, caudalosas avalanchas, que en su fuerza demoledora convulsionaban el mar y cuando todo parecía perdido renacía la calma y, otra vez, pequeñas hondas aplanaban la superficie y continuaban tejiendo la historia como si nada hubiese ocurrido.

Así fue que abandoné un mundo unilateral y comencé a ser parte del universo que observaba. Lo aprendí con humildad y sacrificio. En una tienda de ofertas. Frente a la Plaza del soldado.

 

2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. José Manuel dice:

    San Martín; el Shopping o S. Jerónimo; el Maniquí, ámbitos diversos, ni mejores o peores, Las vidrieras, su finalidad, la misma: mostrar. En definitiva, difiere lo que muestra. El continente sugerido, igual.

  2. Marta Gigena dice:

    Me encanto. Veo la vida de cada ser humano.

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