La revolución comienza por la justicia

LA REVOLUCIÓN COMIENZA POR LA JUSTICIA

Como siempre es razonable comenzar por el principio, me tengo que remontar al año 1978, debió ser el mes de febrero.

Aspiraba yo a estudiar abogacía y la curiosidad me llevó a la Facultad de Ciencias Jurídicas, con el propósito no solo de conocerla sino, también y fundamentalmente, de ver los exámenes del primer turno.

En esa incursión, asomé a una puerta y vi una terna de profesores entre los que sobresalía uno inverosímilmente joven vestido con una pulcritud incompatible con el calor oprobioso de aquel verano. Tenía yo diecisiete años y él no sé cuantos tenía, pero aparentaba menos.

Al cabo de unos pocos meses, conseguí trabajo en una compañía de seguros y no había pasado una semana cuando reapareció aquél profesor jovencísimo e impecable quien resultó ser apoderado de la empresa. Nos presentaron así:

“El Dr. José Manuel Benvenuti – el chico que estudia abogacía”. 

Fue a partir de aquel apretón de manos que comenzamos a hablar y seguimos hablando por décadas, hasta completar unos cuarenta y cuatro años entretenidos.

Si “en último término, el lazo de toda compañía es la conversación”, nuestro vínculo tuvo desde el inicio un sustento de raíz profunda consecuencia de horas de charla. 

Era, por cierto, una relación desigual porque aquél hombre era profesor de derecho constitucional e historia, mientras que yo tenía una mente tan ávida como virgen de conocimiento donde campeaba una ignorancia enciclopédica que comenzaba a ceder ante los fogonazos de aquel joven ilustrado.

Como quiera que sea, seguimos hablando y el destino nos deparó algunas paradojas, tales como que José Manuel no se cansaba de repetir que hizo nuevamente la carrera conmigo y aunque parezca absurdo fue rigurosamente cierto.

El hombre llegaba a la empresa donde tenía reservada su oficina y me preguntaba que materia estaba estudiando y cualquiera hubiese sido la respuesta, me pedía que le explicara -por favor, sin errores- el tema correspondiente. Y ahí exponía yo -por favor, sin errores- el producto del estudio ante esa mirada inteligente y amistosa. Y así como él no se cansó de repetir que hizo de nuevo la carrera conmigo, yo puedo decir que soy el único estudiante que rindió dos veces cada asignatura y solo le computaron una; ¡y qué no parezca una queja!

Así fuimos avanzando hasta que, por fin, llegó el turno en que nos recibimos, él por segunda vez y yo por primera, rindiendo por duplicado. No puede ser sorpresa que el título de abogado me lo haya entregado él, (¿quién sino?) pero sí que, nomás recibirme, me dijera “ahora venís a trabajar conmigo”.

La sorpresa vino tanto por el hecho de que yo no me hubiera animado a pedírselo, como porque no fue una propuesta sino una disposición inapelable que jamás pensé recurrir.

Aquí una digresión: en el primer año de abogacía existe una materia llamada “Introducción al Derecho”. Por aquel tiempo, los alumnos regulares estudiaban de sus notas de clases con el respaldo de algún libro, pero la gran mayoría acudía a unos apuntes apócrifos que se vendían en un kiosco ubicado frente a la Facultad que era regenteado por un tal Abad de modo que en la jerga estudiantil había permanente referencia a los apuntes del “Dr.” Abad como texto de cabecera en la materia que fuere. Sin embargo, existía un libro específico de la materia. Un volumen temible en contenido y extensión de Aftalión, Vilanova y Raffo, aunque era por todos conocido por el apellido del primero. En fin, recién recibido y liberado del yugo de las materias en el primer día de trabajo profesional, luego de algunas palabras de aliento, me dijo: “Ahora que terminaste la carrera, es el momento de leer Aftalión”. No respondí pensando en las 1.054 hojas (por favor, sin errores) que abarcaba el pedido, combinación de orden y sano consejo, y antes que pudiera emitir palabra completó con aquello de que: “Recién ahora tenés una visión general de la carrera y vas a comprender la esencia de lo estudiado y los desafíos por venir”. 

Como luego voy a tener tiempo, no quiero develar ahora lo qué pasó con Aftalión y sus 1054 hojas, porque estamos en el momento en que comenzamos a trabajar juntos. Yo recién recibido y él por segunda vez, aunque ya con una trayectoria irreprochable.

Ahí nos conocimos en otro plano porque “Abel, una cosa es la carrera y otra el ejercicio de la profesión”.

Estuve, entonces, sujeto a fuerzas divergentes: su exigencia técnica insobornable y el deleite de verlo en acción. Mente clara, de rigor matemático y dureza glaciar en cuestiones técnicas, con su mordacidad para desmitificar farsantes; poseía la “astucia de la inteligencia”, potenciada al rigor del ejercicio intelectual para revelar el envés de las cosas exponiendo al torpe, al advenedizo, al indigno. Pero, por detrás de todo ello estuve entretenido por años aprendiendo lo que no enseñaba: la sagacidad para moverse en ambientes diversos con esa arrogancia suya tan medida como culta haciéndose respetar y respetando sin adular ni rebajarse, manteniéndose en ángulo aún en las situaciones más complejas.   

Fue por aquella época que lo acompañé como adjunto en la cátedra de “Historia Institucional Argentina” y fue también por aquellos años que le llegó la propuesta de integrar la Corte Provincial. En mi opinión era solo cuestión de buscar alguna de sus tantas corbatas que hiciera juego con uno de sus innumerables trajes para la ceremonia de jura, pero fue allí que me dijo lo de su exigencia.

“Solo puedo ser miembro de la Corte si pago impuestos a las ganancias. Es lo que sostuve toda mi vida. Ya se los hice saber”.

No tuve corazón para decirle que ya lo sabían y que, seguramente, tenían a alguien con menos pretensiones al que le calzarían la toga y que, seguramente también, ya tenía su corbata haciendo juego con el traje y que él -que tan a la altura estaba- iba a ver rechazados sus extraordinarios recursos extraordinarios por alguien no tan exigente ni tan preparado y no lo alenté con aquello de: “Que se quiebre pero que no se doble”, sino con el dicho familiar: “Los pantalones rotos, pero limpios” y reímos imaginando cómo nos rechazarían los recursos.

Fueron años de enormes contrastes porque a la par de la exigencia prusiana, se decretaban feriados y asuetos a voluntad, postergando cuestiones cruciales en función de charlas interminables,  discusiones sobre política que tanto le apasionaban, y aunque a mí no tanto de puro disidente le atacaba su carácter de niño bien devenido en peronista de barrio Constituyentes y nuestras monumentales pérdidas de tiempo se pagaban con labores a destajo y “a mata caballo” luchando no contra la desigualdad sino contra los plazos procesales.

En fin, que de tanto conversar, trabajar y divertirnos llegó el día en que un servidor dijo (del mismo modo abrupto que lo escribo y se lee) que se iba.

Fue la única vez que lo vi sorprendido. Su dominio de sí mismo, cedió un instante. Aquella tarde, creí demostrarle cariño, agradecimiento y lealtad aclarándole que no tenía trabajo mejor, ni despacho, ni clientes, sino una necesidad de librar mis propias batallas, de medir mis fuerzas. Lo único material que me llevaba era el título por el que habíamos luchado a brazo compartido y a quien suponga que en ese abandono desprendido emulaba a San Francisco depositando sus pertenencias frente al asombro de su padre, debo explicarle que a diferencia del joven Bernardone, no salía desnudo y expuesto, sino arropado por una riqueza que jamás vería disminuida.

“No es razonable”, expresó ya recompuesto. No hay modo de saberlo, pero entiendo que el chiste no le gustó. De cualquier manera, nos despedimos fraternalmente porque, aunque jamás lo dijo, deduzco que no consideraba de buen gusto demostrar los sentimientos en público, ni siquiera delante de la familia que nos acompañó en aquel momento.

Creo no haber sido correspondido, pero por mi lado seguía conversando todo el tiempo con él. Cada dificultad, cada escollo lo sometía en mi interior a su visión omnipresente de lúcida perspectiva. De todos modos, cuando ello no era suficiente lo solicitaba y en el entusiasmo y la energía de su respuesta advertía el afecto que nunca me había confesado porque sus modales lo mantenían a salvo de ciertos desbordes.

Un buen día lo designaron Decano de la Facultad de abogacía y aquí sí ya tenía la corbata con el traje haciendo juego; y una preparación que también hacía juego con el augusto lugar en el que se encontraba. De aquel momento tengo un par de historias que recordar, pero las voy a eludir para centrarme en un hecho lateral de su nuevo cargo y esencial para entender la fuerza del vínculo que, sin saberlo, me unía con él.

Familia y amigos le prepararon un pequeño agasajo al efecto y tuvieron la deferencia de invitarme. Ante el círculo mínimo de sus vínculos estrechos improvisó palabras recreando lo que había sido su vida académica y profesional. Contó aquellas historias que tantas veces le escuchara, pero en medio de su alocución se refirió a nuestras andanzas: “… un día decidió irse … es un hermano para mi” dijo, y se le quebró la voz.

Yo que no era, ni soy tan bueno para esas situaciones, me mantuve en ángulo solo porque estaba sentado y no se me quebró la voz porque permanecía mudo de emoción y para no levantarme y abrazarlo pensaba que me estaba devolviendo el mal chiste de la partida. A decir verdad, nunca me recuperé de ese discurso, porque desde aquel momento entendí que se había forjado un lazo que nunca estaría sometido al rigor de los años.

Pero estos, sin embargo, imponen su ley inexorable a las demás situaciones, y así fue que, al recibirse mi hijo de abogado, fue el Decano quien le entregó el diploma. En este caso, a pesar de estar sentado no pude mantenerme en ángulo y solo por quedarme dentro de la geometría me dije que cerraba un círculo vital.

El tiempo “que no vuelve ni tropieza” en el año 2018 me llevó a su aniversario número cincuenta como abogado. Su reputación y, sobre todo, sus dotes de expositor erudito y esclarecido le valieron el honor de pronunciar el discurso (¿quién sino?) que abarcó todos sus años de abogado, sin olvidar ni uno solo, engarzado con amplias referencias a situaciones históricas, sociales e institucionales. Pero más allá de ello y su manía por los detalles, hubo en aquellas palabras referencia al “cansancio moral” que invocara Alfredo Orgaz en su renuncia a la Corte y a la “anomia” del libro “Un país al margen de la ley”,  de Carlos Nino, lo que denotaba desconsuelo y hasta claudicación en una lucha que se sabe perdida, pero que se libra precisamente por eso.

Creo no haber sido el único en percibir el desaliento, no obstante, si es ineludible juzgar a una persona, entiendo prudente no hacerlo por sus palabras sino por sus actos y aquella increíble perseverancia de cincuenta años contradecía cualquier posibilidad de claudicación y, por el contrario, constituía la prueba encendida de que la íntima convicción libraba su batalla diaria contra la desesperanza, con la módica prestación de hacer lo que debía y sabía hacer. En algunas circunstancias (y es el caso) es necesario ampliar nuestra comprensión para percibir la idea más allá de la imagen.

Ese hombre, con su obra diaria era/es el material esencial e indestructible que constituye la base de una sociedad. No es ni puede estar libre de defectos porque limitaciones y miserias son propias de la naturaleza humana y no es a pesar, sino con ellas que edifica una obra que no es débil por las flaquezas de quien las construye, sino que, por el contrario, es la viva expresión de una voluntad inteligente que supera su propio límite.

Y como ya no voy a tener tiempo, es el momento de escribir que, finalmente, le di el gusto de leer Aftalión. No me queda ánimo ni memoria para explicar (sin errores, por favor) el mérito de la obra, sino solo para decir que en ese mar inmenso y profundo de sabiduría en la página 708 encontré lo que me mandó a buscar, un título: “El sentimiento de lo justo”.

Esas cinco palabras, me llevaron a mis épocas adolescentes donde ardía no tanto la convicción como la ilusión de luchar por la justicia y, luego, al año 1979 donde en una de tantas charlas en medio de aquella situación desgraciada de una patria convulsa y ensangrentada dijo: “La revolución comienza por la justicia”.

En épocas de ideas incendiarias la frase sonó inaceptablemente conservadora. Sin embargo, sopesándola con perspectiva, acabé por comprender que su expresión contravino un principio lógico aparentemente invulnerable: una afirmación puede ser cierta o no, pero nunca -como en el caso- ser cada día más cierta.

Su visión proponía, una revolución incruenta, a mano limpia, sustentada en un coraje intelectual impropio de los cobardes de pensamiento, exenta de proclamas beligerantes, que no enfrente los hombres, sino que los iguale con paz y razón, una subversión de valores silenciosa, profunda, lenta, pero inexorable, que constituya el fundamento de la nación, con la decencia y la justicia como únicas armas, con estandartes que convoquen a una conciencia común basada en el mutuo respeto y la comprensión, con héroes y mártires unidos en legión para luchar contra las dos tiranías: la que imponen los mediocres, los mezquinos, los ávidos de poder y riqueza y la que mora en nuestro interior bajo la forma de indiferencia, vanidad e hipocresía. Una insurgencia real, definitiva, ejercida no por seres celestiales, sino por hombres y mujeres de carne y hueso que, conscientes de su sagrada misión, elevándose sobre sus propias flaquezas, apliquen las leyes de modo que todo ciudadano experimente un sentimiento de justicia ante ese acto.

Que otorguen a cada quien lo que corresponde, sean beneficios o castigos, consolidando una igualdad no solo declarativa, un respeto por el prójimo sin condicionamientos, donde la justicia sea un derecho y no una dádiva, que los señores sean reconocidos como tales y los indignos como cuales, privilegiando -si es que van a existir privilegios- al vulnerable, al desamparado, al débil, que la maraña de leyes, decretos, ordenanzas, no sea una excusa para extraviarnos del verdadero sentido de cualquier norma; ¿o hay alguien que no sepa que no se puede matar, que no se puede robar, que no se puede mentir?    

Una rebelión épica, como lo intuyó este hombre que valía más que su vida, insurgencia auténtica, real, sin otro patrimonio que una buena conciencia y, aún en la adversidad, en la derrota, descalzos, quebrados, débiles y exhaustos luciríamos dignos nuestros “pantalones rotos, pero limpios”, entonces sí, querido José Manuel, gritaremos: ¡VIVA LA REVOLUCIÓN!

ABEL ANTONIO PONSE

Nota: El Dr. José Manuel Benvenuti, fue abogado, doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales, profesor de Derecho Constitucional e Historia Institucional Argentina en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral, Vice Decano y Decano de dicha Facultad.

    

 

4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Martin dice:

    Abel querido! Feliz día por ayer… mi amigo!
    Feliz día como colega… donde todos los días, hacemos nuestro trabajo.
    FELICES palabras, comentarios, expresiones, reconocimientos… de tu parte hacia José Manuel, y veo que ha sido a la recíproca.
    Una gran pérdida para todos (familia, amigos, empresa, patria y «revolución») con su partida.
    Esperamos en fe, la justicia Divina… el descanso eterno… la paz verdadera para JMB.
    Te mando un fuerte abrazo y espero verte pronto!
    MARTIN.

  2. Tato dice:

    Que hermosura lo que escribiste, gran persona Jose que ha dejado huellas.Tuviste la gran dicha de haber compartido tantas vivencias por esa gran relación que han tenido durante tantos años. Gracias pro compartirlo

  3. Pame dice:

    Que Ojo Pepe para elegir quien trabaja a su lado!!!
    Una persona para recordar con sonrisas!!!

  4. Víctor Benvenuti dice:

    Abel muy bueno el escrito
    Me hizo emocionar hasta lagrimiar pero no de tristeza sino de satisfacción por el buen concepto que en ti dejo mi hermano. GRACIAS GRACIAS. Todo lo mejor para ti y tu familia. Un abrazo. Cacho hermano de José

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