A la memoria de mi mamá, Ángela Margarita Basualdo de Ponse.
LA CIUDADELA SITIADA
He sentido siempre una fascinación infantil por películas precedidas del título: “BASADA EN HECHOS REALES”
Es poderoso imán que detrás de la fantasía, exista una vida auténtica que, con su carga de vitalidad, inspire para que el celuloide no sea, sino, una modesta representación de la realidad.
De todos modos, no imaginé jamás enfrentarme a la posibilidad de escribir sobre mi propia historia.
El empleo de la primera persona del singular se utiliza en gramática para poner la voz del autor en el texto, pero el paso de persona a personaje conlleva en mi caso una primera dificultad pues, la verdad sea escrita y reconocida, en una opaca existencia, no hay saldo de heroísmo, tragedia, humor, épica, para alimentar una historia que merezca ser contada y, por sobre todo, leída.
No obstante, si al menos una vez, tomo parte de mi vida para escribirla se debe a que acontecimientos que afectan a millones, experimentados en primera persona (y no hablo de gramática) contienen una carga tal de dramatismo que empujan a expresar aquello que no siempre es fácil de explicar. La elección de un adjetivo para exaltar un sentimiento imaginado, es diferente a buscar la palabra dentro de uno para describir la angustia, la agonía y la soledad sufrida en carne propia en el estricto sentido de la palabra. Nunca será igual explicar las cosas que vivirlas.
Siendo como soy, un lector apasionado, es justo definirme como alguien que lee con todo el cuerpo. No me avergüenza reconocer que al hecho abstracto de la lectura le incorporé la posibilidad (¿habilidad?) no ya de tocar los libros sino las propias palabras, al punto de relegar -en algunos casos- la capacidad de comprensión, en aras de escuchar y sentir dentro mío, el sonido de las frases, el crepitar de las ideas, el aroma de los adjetivos, el color de las vocales.
Pero escribir visceralmente es diferente porque la literatura tiene sus reglas y quien intente desarrollar este arte debe, en gran medida, despojarse de sí mismo a no ser, claro, que el propio cuerpo, esa maravillosa fragilidad que habitamos, sea no solo el sustento sino también el motivo de lo que se escribe. Y es el caso, porque la historia que narro ocurrió puertas adentro. Tuvo inicio, desarrollo y final en los límites de mi humanidad. Allí, fuerzas invisibles, confabulaban en silencio, día y noche, esperando el momento de asestarme el golpe certero (“Tu también Bruto, hijo mío”), y si el asalto final no fue consumado se debió a la oposición tenaz de un ejército que, con igual o mayor perseverancia, protegió la fortaleza sitiada. Una resistencia heroica, épica, para que la muralla no ceda, para que el templo no sea profanado. Cruenta y silente batalla cuyo desenlace no vislumbré siquiera como un presentimiento. Algo propio, íntimo, que sin embargo desconocemos hasta el momento mismo en que se revela como a mí, en este, que según los noticieros, es el peor verano de los últimos sesenta y dos años.
No lejos de Santa Fe, el calor se ensaña con la hierba y los árboles. El sol reverbera en un horizonte turbio de polvo y desploma sobre el campo su poderosa e inmisericorde voluntad de fuego. Al sopor bochornoso de enero, se le suma una sequía feroz que es difícil saber si cansa más el ánimo que el cuerpo.
Pero fuera de las ciudades, la predisposición es otra. Aún en el oprobio de la temperatura hirviente de las seis de la tarde, estar en una reposera, atándome los cordones previo a un trote por caminos de tierra por el campo, al menos para mí, es un ritual que precede a un momento de armonía y paz difícil de vulnerar.
A no ser, claro, que suene el teléfono y aparezca en la pantalla el nombre de un médico, cardiólogo para más datos.
Antes de responder, pensé: ¿Qué le pasará al Buen Doctor? colocando el problema en él y no en mí, cuando el sentido común imponía invertir el orden: ¿Qué me estará pasando que un médico me llama un viernes por la tarde? Pero mejor, dejo esas disquisiciones para otro momento (iba a escribir mejor momento de optimista que soy) y transcribo lo mejor que pueda y recuerde:
– Buenas tardes, disculpe la molestia pero lo llamo para recordarle que tiene una cita pendiente.
Los resultados de su estudio los tengo hace tiempo.
– Ah si doctor, buenas tardes, le agradezco el llamado, voy a pedir un turno a su secretaria sin falta el lunes …
– No es necesario, le agradeceré que venga el lunes directamente sin turno. Necesito hablar con usted.
– El agradecido soy yo doctor, el lunes voy a primera hora y espero.
– Perfecto, pero por favor venga acompañado.
– …
– Siempre dos entienden mejor que uno.
– Mire, no hay problema pero ¿para qué preocupar a la familia? Lo hablamos personalmente.
– Insisto, venga acompañado.
– Entiendo …
– Una cosa más: ¿usted sigue corriendo verdad?
– Si, si, lo de siempre: algo de fondo, tranquilo…
– Por favor, no lo haga. Suspenda la actividad hasta que charlemos.
Entre pregunta y respuesta, en literatura, es difícil no ceder a la tentación de describir reacciones, el gesto del cuerpo ante la presencia de lo imprevisto, la manifestación de emociones contradictorias e incontenibles, pero en los hechos no sucede porque no existe modo de separar acción y reacción pues todo ocurre en un mismo momento y la aparición abrupta de lo temible, la ominosa presencia de lo peligroso borra contornos y nos precipita a un lugar donde la confusión se mezcla con la impotencia de un dolor que aún no existe pero que ya es parte de nuestra vida. Y no es un dolor físico.
Sentado como estaba, me incliné hacia adelante hasta abrazar las rodillas y desde el centro de mi cuerpo sentí brotar una fuerza incontenible. A través de subterráneas capas geológicas de mi ser crecía una tristeza infinita que desbordó en mis ojos y rompí en llanto. Como un chico. No por miedo, impotencia o desahogo sino por la certeza de que todo había cambiado. Entonces, sin quererlo, comencé a gemir: ay, ay, ay, para expresar aquello que no puede ser dicho por palabra alguna. No existe instrumento capaz de trazar el límite en que la vida comienza a ser otra. Que establezca las coordenadas, latitud y longitud en que se encuentra el desvío que todo lo modifica. El cruce fatal que divide las aguas de nuestra historia.
Por mucho que fuerce la memoria, no me resulta posible saber cuanto tiempo permanecí amarrado a mi mismo, solo puedo o creo recordar que lentamente y con el dolor propio de quien intenta desprenderse de algo amado, me incorporé, y sin pensarlo, obedeciendo una orden natural de mi cuerpo, comencé a trotar con dirección al poniente.
Del campo amo el silencio desde que aprendí a escucharlo. Compuesto de sonidos que se unen para neutralizarse. Una perfecta sinfonía que se incorpora a través de una secreta hendija de nuestra sensibilidad hasta formar parte de nuestro ser.
Avancé recto hacia el sol, que declinaba majestuoso al final del camino. Sentí la plenitud de mi cuerpo, y en el centro del pecho, un cadencioso y armónico ritmo que parecía empujarme con la fuerza habitual pero, por primera vez, en medio de aquel silencio sideral sentí el estrépito de ejércitos desfallecientes que mataban y morían en los bordes mismos e mi corazón.
LA FLECHA ENVENENADA DE BUDA
El lunes, el Buen Doctor tenía frente a sí un informe donde puntos y rayas constituían un jeroglífico digno de un alucinado. Hacia el centro del laberinto dirigió su lapicera y en una caída abrupta de las líneas apoyó con fuerza la punta y expresó:
– Aquí está el problema.
En rigor, según explicaría luego, el problema no estaba allí sino “aquí”, en mi corazón, que en la ergometría de esfuerzo había dado positivo de isquemia, es decir, infarto.
Sin alterar el tono amable de su voz, el médico me interrogó si en tantos años de correr nunca había sentido dolor en el pecho, ahogo, puntadas. Jamás, respondí.
La respuesta pareció no extrañarlo, aunque tampoco convencerlo pues insistió: en tantos kilómetros y esfuerzos nunca …. Jamás.
Calificado de asintomático y sin factores de riesgo predisponentes (no cigarrillos, no alcohol, sin sobrepeso), indicó un cateterismo, con más esperanza que convicción de evitarme un mal mayor, esto es, una operación a cielo abierto.
Pasado el impacto de la sorpresa, de algún modo, me ganaba una inquietante sensación de tranquilidad. Asintomático al fin, me afianzaba en la idea de no estar expuesto al peligro. Y crecía como una débil llama en la tempestad la serenidad beatífica de que, al fin, todo se resolvería sin mayores dificultades olvidando… “la verdad de la moraleja de que las presunciones son de escaso valor cuando el médico no las comparte”.
Y el médico del cateterismo no las compartió. Consciente como estaba fue suficiente ver su rostro para asumir que no habría soluciones intermedias.
Se acercó a la camilla, me acarició la cabeza en modo paternal y dijo:
– No hay otra salida que un bypass. Las arterias están gravemente afectadas. De todos modos, la operación saldrá bien. Se lo aseguro. Nunca conocí alguien con su suerte. En tantos años de correr, ¿nunca sintió dolor en el pecho, ahogo, puntadas…?”
Me vestí, y tan pronto como pude, con mi suerte a cuesta acudí a lo del Buen Doctor que, lógicamente, conocía el resultado y trató de reconfortarme.
-En medio de la situación, al menos tiene una ventaja. No es urgente.
-Entiendo. No es urgente, pero ¿de qué tiempo estamos hablando?
-Un mes, tal vez dos…
Hice mis cálculos: quien dice un mes o dos en modo aproximado puede, razonablemente, significar veinticuatro o sesenta y dos días y como contaba con el patrimonio de mi buena fortuna, medité que una decisión apresurada no necesariamente es una buena decisión. Que aquello, en fin, ameritaba una consideración serena. Y ya desbarrancaba al terreno de la duda cuando a través de la ventana del consultorio, ingresó sibilante una flecha. Perfecta y letal penetró a la altura del corazón y luego de cimbrar levemente como consecuencia del impacto seco y brutal contra mi pecho quedó recta, quieta y definitiva, como un emergente antinatural del esternón. Bajé la vista y vi que el astil era una serpiente y la punta, su cabeza triangular y sentí como la lengua bífida pugnaba en mi interior emponzoñándome con un sopor que entorpecía los movimientos. Contuve la respiración, toqué con mis dedos la repulsiva incrustación y recordé la parábola de Buda.
“Hubo una vez un hombre que fue herido por una flecha envenenada. Sus familiares y amigos le querían procurar un médico, pero el hombre enfermo se negaba, diciendo que antes quería saber el nombre del hombre que lo había herido, la casta a la que pertenecía y su lugar de origen.
Quería saber también si este hombre era alto, fuerte, tenía la tez clara u oscura y también requería saber con qué tipo de arco le había disparado, y si la cuerda del arco estaba hecha de bambú, de cáñamo o de seda.
Decía que quería saber si la pluma de la flecha provenía de un halcón, de un buitre o de un pavo real… Y preguntándose si el arco que había sido usado para dispararle era un arco común, uno curvo o uno de adelfa y todo tipo de información similar, el hombre murió sin saber las respuestas”, (1).
Aquella horrible visión, me expresó con todo dramatismo la crueldad de la situación. Había estado balanceándome sobre abismos por años y no sobreviví por mi capacidad de equilibrio sino como consecuencia de la buena fortuna. Pero la suerte es dama veleidosa y su amor inconstante puede ser parte del plan, pero jamás su base. Desabroché los botones de mi camisa para exponer la indefensión de mi corazón envenenado y con una seguridad que nunca había tenido le dije al Buen Doctor.
– Quiero que me saquen la flecha envenenada.
UN SÁNDWICH DE JAMÓN Y QUESO CON LA DAMA DE ORO
No conocí a quien me extirparía el venablo, sino dos semanas más tarde. Aquella primera impresión quedó signada por un contraste entre la persona y su consultorio.
Contrariando al estereotipo, el cirujano presentaba un aspecto simple e informal. Un hombretón fornido de barba crecida con la cabeza coronada por un cabello abundante y desmelenado donde sobresalían unos ojos que resaltaban el brillo inteligente de una mirada atenta y escrutadora. Las manos armonizaban con el cuerpo, que de tan enormes resultaba imposible asociarlas con incisiones microscópicas. Pero por encima de ello, en expresión y movimientos, trasuntaba una seguridad que no dejaba lugar a incertidumbres y yo no las quería tener. Nada me inquietaba más que suponer un momento de vacilación de aquellos dedos gigantescos sobre mi pecho expuesto. Hay profesiones en que la duda se paga caro y en la del cirujano el precio lo paga el paciente. Pero existía un detalle que no siempre advertimos y es la percepción que el otro tiene de sí mismo y nos la transmite de algún modo. La seguridad de aquel hombre no era impostada sino la consecuencia de lo conquistado a base de perseverancia y conocimiento. Me impuso la certeza que detrás de su sincera humildad se tenía por bueno, como yo lo tendría por tal días después. Y eso era suficiente.
Luego que mi vista sorteó a duras penas la figura del cirujano, hubo tiempo de observar -y disfrutar- un consultorio como nunca había visto antes. Es cierto que hay adjetivos incompatibles con determinados lugares, pero la belleza está siempre presente y se nos ofrece a cambio de que le demos un poco de atención y sensibilidad.
El espacio era de un sobrio refinamiento, donde cada detalle había sido calculado con un buen gusto discreto que era el común denominador de aquella sala donde armonizaban muebles de maderas nobles con unos guardapolvos inmaculados y antiguos que pendían de un perchero propio de una película de los años sesenta. Pero nada me sorprendió tanto como una réplica del “Retrato de Adele Bloch-Bauer I”, “La dama de oro” (2) de Gustav Klimt que presidía la camilla del consultorio y frente a la cual quedé imantado por la admiración
De aquel éxtasis me arrancó el cirujano para advertirme que, previo a la cirugía, debía someterme al vía crucis de los estudios preliminares, sin concederme la posibilidad de evitar ninguna de sus estaciones y que el trámite llevaría, al menos, un mes.
Le dije, entonces, que contaba con treinta días para preparar cuerpo y mente. La respuesta pareció extrañarlo. Sugirió que lo tomara con calma pues, no solamente él, sino un equipo de profesionales estarían involucrados en el caso y que no me comprometiera más allá de lo lógico porque podía resultar contraproducente para mi salud emocional.
Cierto es que el médico conoce sobre la enfermedad que trata; pero el paciente también, solo que desde una perspectiva diferente. Aún con anestesias y técnicas adecuadas, nadie podía evitar que mi cuerpo recibiera una agresión brutal para curarlo de sus males.
No solo al galeno se le imponen deberes, también al enfermo. Según mi saber y entender debía llegar en la mejor condición al momento crucial y esa era una responsabilidad indelegable. Insistí con respeto en lo de la preparación y para evitar que de la sorpresa pasara a la incomodidad expresé que comprendía lo de un grupo de especialistas involucrados en mi cura, pero nadie más comprometido que yo:
– Doctor, la parábola del sándwich de jamón y queso enseña que el queso está involucrado en el sándwich pero al cerdo se le va la vida, y si me permite, quiero recordarle que voy a ser el jamón del sándwich. Deje que me prepare.
El médico dedicó una sonrisa aburrida a la parábola, indicándome que me recostara en la camilla dejando descubierto el torso. Desde abajo su figura se agigantó aún más. Dirigió una mirada clínica y telescópica hacia el pecho, extendiendo la mano como quien mide la distancia para el impacto. A su lado, Adele Bloch-Bauer, “La dama de oro” disimulaba la sensualidad que sugerían sus labios entre abiertos y sus mejillas coloreadas. Por encima de sus delicados y entrecruzados dedos, el oro maravilloso del vestido iluminó una expresión de cansada y tierna compasión. Aquellas miradas se unieron en mi corazón, generándome una sensación ambigua. El arrobamiento encantador de “La dama de oro” hacía contraste y complemento con la expresión técnica, aséptica y desapasionada del cirujano.
Porque la vida tiene extraños momentos en que tendidos, expuestos, vulnerables e inconscientes somos arrastrados hacia nuestro destino por poderosas y contradictorias fuerzas que expresan realidad y fantasía. Tal vez el justo medio no sea un objetivo a alcanzar, sino una situación natural en que nos encontramos sin advertirlo y que su viva representación sea el carácter binario de nuestra visión con un ojo puesto en los hechos, y el otro dedicado a disfrutar las bellezas del mundo. Así, dividido en unidad me entregué en un éxtasis seguro al preciso acero del cirujano.
LA PLEGARIA DEL ATEO
El día previo a la cirugía recibí una llamada del Buen Doctor. Esta vez no logró sorprenderme pues en modo discreto había estado acompañándome, interesándose por mi salud y estado de ánimo.
Su genuina preocupación resultaba curiosa pues, al fin y al cabo, no era yo un paciente “histórico”, sino uno de controles anuales y en esos esporádicos encuentros se había forjado un vínculo difícil de definir pero que, al menos de mi parte, no justificaba su perseverante atención hacia mi persona.
Aquella palabra, sabia, ilustrada ¿a qué negarlo? me reconfortó en la incertidumbre, pero aún en tiempos de extrema debilidad, de flaqueza, nunca logró transmitirme su fervor religioso, al que resistí amablemente y sin ánimo de disputa en base a mi firme convicción de que Dios no existe.
Tal diferencia, según pude aprender luego, lejos de enfrentarnos nos acercó hasta unirnos, que no existe contradicción en que un archipiélago sea “… un conjunto de islas unidas por aquello que las separa”
Sin embargo, en esta llamada, luego de pedirme (si, pedirme) que le hiciera saber de algún modo el resultado de la operación, me deseó suerte y dijo.
– Voy a rezar por usted. Mi familia va rezar por Usted. Y cortó.
Una extraña y profunda emoción me ganó ante aquella demostración de afecto que, sinceramente, no esperaba.
Ateo al fin, no soy amigo de promesas, y menos de juramentos, pero me sentí obligado a corresponder de algún modo aquel gesto fraterno.
Ante el altar de mi conciencia prometí que, pasados los días, con humildad, me arrodillaría frente al Dios del Buen Doctor para pedirle por la paz y el bien de aquel hombre que, prácticamente, no conocía. Lo haría como quien soy: el hijo que no cree en el Padre:
“Tú, que reinas en el cielo, nada me concedas, pero nada niegues al noble hijo que te honra amando al prójimo. Indigno y pecador, me inclino ante tu majestuosa inexistencia. Renegado, rebelde, me postro a tus pies elevando una plegaria que no conozco por quien me quiere sin conocerme. Alabado seas, Señor, que renaces en hijos como el Buen Doctor. Ámalo como te ama y bendícelo dándole: consuelo para sus penas, alivio para sus dolores, cura para sus males. Bríndale noches serenas y días de alegría. Reposo en el cansancio y cobijo en la tempestad. Mi enfermo corazón ruega por el Buen Doctor que en ti cree y en su fe a ti acude para que te apiades de este apóstata. No lo abandones. Nunca . Amén”.
MEDICINA ALTERNATIVA
Sentado sobre la cama, a la espera del traslado al quirófano, me vi rodeado de mi familia.
Allí estaban, en semi círculo, frente a mí, esposa e hijos. Por orden de aparición en mi vida: Liliana, Pablo y María Pilar. Los Ponse. Había en sus rostros una preocupación angustiante que hubiese querido ahorrarles sabiendo la inutilidad del propósito, porque es propio del amor genuino el deseo de evitar los sufrimientos del ser amado.
En aquella grave circunstancia, sin embargo, surgió un imprevisto, un factor inesperado, que me tomó de sorpresa: mi tranquilidad.
Un elemento exótico, un objeto puesto fuera de lugar y tiempo. Tranquilidad difícil de entender y más de explicar que, al principio, creí consecuencia de una glacial y absurda indiferencia a lo que está por venir. Calma, en fin, que no pude transmitirles porque hubiese parecido artificiosa, impostada.
Pero así eran las cosas. El “conócete a ti mismo” es pregunta insondable y bien podrá descubrirse el origen del universo pero la verdadera incógnita es uno mismo. Las advertencias del cirujano, la recomendación de fisioterapeutas, la charla previa del psicólogo, las indicaciones de los médicos de terapia para el uso del respirador, habían sido escuchadas con interés
práctico, desprovisto de emociones, con el único objeto de manejar la situación cuando llegara.
¿Quién diría?
Claro que no era inconsciente al riesgo pero, de algún modo, me sostenía la convicción que a lo largo de mi vida, había sorteado peligros aún mayores a los del quirófano, en los que no había tenido a favor la ciencia, ni las obras sociales, sino la natural y eficaz medicina alternativa de aquél trío de angustiados.
Aquellos que nunca imaginarán lo mal herido que estuve. Los tajos y enfermedades que me propinó la vida y las que me gané yo solito, por las mías. Dolores inconfesables, decepciones, fracasos, penas infinitas, llantos incontenibles, me dejaron muerto en vida, desahuciado.
Pero era suficiente que el último aliento me dejara frente a nuestra casa. Una vez allí, aquellas manos me hacían cruzar el umbral de la puerta para protegerme y sanarme con una medicina antigua e infalible: el amor.
No solo uno de caricias y besos sino también, el otro, de comida caliente, de comentarios de libros y películas, de mateadas, de manos sobre el hombro. Convaleciente por días, meses y aún años, me salvaron con su ciencia.
Por las buenas y por las otras, también, recuperaron padecimientos de cuerpo y alma. Males crónicos y adquiridos neutralizados con la ingesta de medicamentos sin farmacias, transfusiones sin sangre, cateterismos sin agujas, cirugías sin cortes, trasplantes sin órganos, radiografías sin rayos, suturas sin hilo. Sin historias clínicas, ni altas sanatoriales: inválido, volví a caminar; ciego, volví a ver, sordo volví escuchar y, sobre todo, a comprender.
¿Cómo hablarles sino con la verdad?
Me incorporé invitándolos a abrazarnos en círculo y les dije:
-Cuando asome el cirujano, solo pregunten si respiro. Si fuera el caso, nomás tómenme de las manos y hágame pasar por el umbral de nuestra puerta, que el resto vendrá por añadidura: el amor sana, el amor cura.
Y en eso entró el camillero.
EL RITUAL DE LA SOMBRA Y LA LUZ
No existe crónica posible de lo vivido sin conciencia. La parte de nuestras vidas en que nos ausentamos de nosotros. Nunca sabré lo qué pasó en aquellas ocho horas.
Solo con el recuerdo de la imaginación puedo ver mi cuerpo cercado. Entregado a un ritual, una ceremonia secreta, un conjuro, un sacrificio bárbaro y sagrado, celebrado sobre un altar aséptico: “arrancar el corazón para preservar la vida” (3)
Detrás de cofias y barbijos creo reconocer al cirujano de las manos enormes que, ahora, parecen pequeñas, delicadas. Debajo de los guantes de látex se percibe una precisión que se extiende al filo que emerge de sus dedos, como un mínimo puñal de obsidiana que busca y, finalmente, encuentra mi pecho palpitante. El corte es exacto, vertical, recto e inmisericorde.
Del sol artificial que ilumina el ambiente, desciende una luz cenital que blanquea mi cuerpo y desde su centro emerge nítido el corazón. Mi corazón. Un diamante ovoide y tibio parido del centro del pecho.
Detenido, fuera de lugar y tiempo. Insepulto, pero vital, levita fuera de mí. Como una sagrada ofrenda.
Duerme mi corazón, detiene su incansable devenir, el esfuerzo ha sido extraordinario, la fatiga no puede ser menor, la noble naturaleza que lo constituye se expresó en una existencia dotada de voluntad y fortaleza maravillosas que me dieron el vigor que tantas veces me faltó. Aún inerte, sin latir, ausente del cuerpo que lo contuvo, soporta lo que no se puede entregando su vida a cambio de la mía.
Es lo noble, lo puro que me dio la naturaleza. Es la ciudadela que vencida canta victoria, que renacerá de su propia agonía, porque no hay resurrección sin muerte.
Arrancar el corazón para preservar la vida. La sentencia elemental, primitiva se cumple en mí como una profecía que viene de antes y de lejos para rescatarme del abismo. Una entrega, un símbolo, la separación de lo que nació para estar unido, una contradicción biológica que me devuelve al torrente de la vida. Un alumbramiento en que no nace un niño sino un hombre con una herida en el pecho, marca indeleble y definitiva que fija el límite preciso en que la vida surge de la propia muerte.
En modo imperceptible la recta luz de la lámpara comienza a ceder. El ocaso se insinúa en el quirófano. Desde los límites al centro las sombras avanzan.
Una oscuridad silenciosa distorsiona las formas y es la noche incipiente la que nace como una hermosa y enigmática niña de las profundidades. Las pantallas pierden sus colores al tiempo que las tinieblas incorporan pausadamente instrumentos y objetos.
Ajenos a la inminencia de la sombra que crece, quienes rodean mi cuerpo no advierten que ya repta inexorable sobre sus espaldas indefensas y, así, como en un sueño se incorporan a la oscuridad. Todo desaparece, todo desaparece…
Solo el cirujano, supremo sacerdote, permanece de pie en el límite indeciso de la penumbra como una barrera endeble conteniendo lo inexorable hasta que, finalmente, sobre su cuerpo extenuado se hace la noche. Todo desaparece, todo desaparece…
Por fin, las sombras abrazan la camilla dejando mi cuerpo suspendido en un halo de luz.
Con paz resignada veo las tinieblas consumir mi cuerpo … todo desaparece, todo desaparece. La oscuridad se impone en la habitación, hasta que solo queda un punto luminoso que late, infinitesimal, una minúscula estrella que se apaga en la indiferencia de la eternidad, cuando ya la noche vence, cuando la muerte parece, por fin, reinar en el templo, siento que me toman de las manos y con el último aliento de respiración traspaso el umbral de la puerta de mi casa.
KOKORO
De las innumerables frases que comienzan con: “El hombre es el único animal…”, elijo una:
El hombre es el único animal capaz de “representar con el lenguaje sus procesos mentales … convirtiendo los sonidos y gestos en signos visibles …”, (4).
El modo por antonomasia de esos signos es la escritura, cuya base es el abecedario compuesto de veintisiete letras.
Con solo veintisiete signos, se pueden formar todas las palabras y nombrar lo conocido y lo imaginado. Aunque no las conté, se dice que El Quijote de La Mancha, se compone de unas trescientos ochenta y un mil ciento cuatro palabras. Más allá que para dar tan extraordinario resultado la combinación debió ser excelsa la base es siempre idéntica: veintisiete letras.
Corazón es una palabra formada por siete letras y todos sabemos que es. ¿Sabemos que es?
En mi caso, lo supe hasta que dejé de saberlo. Esa ignorancia no me fue concedida, la fui conquistando, construyendo una ignorancia lúcida que fue un modo de aprender lo sabido o dejar de saber aquello que conocía mal o en modo imperfecto.
En 1.914 se publicó en Japón la novela de Natsume Sōseki titulada “Kokoro”. Más allá del mérito de la obra, una de las particularidades fue la dificultad que conllevó ponerle el título en la traducción al español, porque Kokoro en japonés quiere decir: corazón, pero también, alma, sentimiento, sinceridad plena ante lo sagrado de la naturaleza, corazón y mente, sentimiento, etc.. Claro es que todo idioma constituye un sistema autónomo y, prácticamente, no existe palabra o construcción de un idioma que pueda tener equivalentes exactos en otro, pero ello no desmiente el hecho que, aún extraordinarias, las palabras podrán, en la mayoría de los casos, describir, designar, pero jamás revelar la esencia de lo que existe. A esa esencia algunos la llaman espíritu, alma y yo, no sé como llamarla.
Descuento que el Buen Doctor tiene un tiene una noción de corazón humano que, aún similar, es diferente a la del cirujano sacerdote y yo mismo, hasta hace no mucho, tenía una que se fue desvaneciendo hasta hacerse indefinible. No hablo de un concepto anatómico o metafórico, sino de una idea relacionada con lo que está dentro de uno y lo constituye.
De algún modo con aquella oportuna e inesperada llamada del Buen Doctor, inicié una travesía breve y reveladora que me puso frente al dolor, la soledad, la muerte, pero también con el amor, la belleza del arte, la sabiduría de Buda y con “algo” que se modificó para siempre en mi ser pero que no puedo definir, no solo porque me falta la palabra exacta sino porque es posible que sea intraducible, inefable.
Imaginé muchas veces un final de esta historia, que era a un mismo tiempo previsible y ansiado: corriendo en soledad por el campo y, en alguna medida, recreando la poesía (kanshi) de Sōseki: “El camino a la verdad es solitario, remoto, escondido … Pero con un corazón limpio, por él recorro pasados y presentes”.
Ese camino, el de la poesía y el que piso ahora mismo, seco, terroso, nace debajo de mis pies y se extiende recto abriéndose paso entre los pastos del campo. Al final está el sol de septiembre, esperando.
El cuerpo, relajado, se mueve reiniciando una marcha que lleva ya sesenta y tres años, incorporándose a la senda hasta hacerse parte de la misma. Ya no puedo percibirme como una criatura endeble, una fragilidad microscópica en la infinidad del cosmos, alguien (¿algo?) que piensa, se angustia, intenta, se duele, muere y resucita sino formando parte del todo, una pieza minúscula del engranaje universal que siguiendo un impulso natural corre en un espacio sin distancia sintiendo por un instante efímero y definitivo lo que muchos llaman felicidad, y yo, no sé como llamarla.
Abel Antonio Ponse
Santa Fe, 26 de agosto de 2.023, 20,17hs.
1) NAJJHIMA NIKAYA – Los Sermones Medios de Buda – Versión digital, marzo 2.004 – Pequeño sermón a Māluńkyaputta, pág. 351. La transcripta es una versión adaptada.
2) La replica del consultorio corresponde a “Retrato de Adele Bloch-Bauer I”, de Gustav Klimt, Neue Galery, New York. El título “La dama de oro” le fue dado en el momento de su apoderamiento por los Nazis en el año 1.938. En este trabajo se toma tal título con objeto exclusivamente literario.
3) Sociedad Argentina de cardiología: “Los Aztecas: arrancar el corazón para preservar la vida”, https://www.sac.org.ar. > historia-de-la-cardiología.
4) BÁEZ, Fernando: “Los primeros libros de la humanidad – El mundo antes de la imprenta y el libro electrónico”, Ed. Océano, página 30, Ed. 2.015.
Esta publicación no persigue fines de lucro. Puede ser difundida, publicada, impresa con el solo recaudo de indicar el nombre del autor.
Belleza de historia, cada palabra, cada frase con el sentido justo de ponernos a «todos» en el lugar exacto.
Siempre lo creí,
este Autor tiene un gran Corazón!
Una experiencia leerte Abel querido,
Que sean muchos más relatos
de la Ciencia y el Amor
Las palabras tienen el sentido que quien las escribe o las pronuncia le da, cargadas de ancestrales historias y sentires porque después de todo, has plasmado un sentir, muchos sentires, infinitos sentires.
Cruzar la puerta es como una metonimia, pero a la vez un fuerte anhelo, un deseo confesado y consensuado.
Bello, sentido, emocionante, cargado de sensibilidad y sensatez, de simpleza y profundidad.
Descriptivo al punto de ver el sol de septiembre en un campo.
Es también un reconocimiento a la finitud de la vida y una oda a poder seguir en la senda serpenteante de la vida.
Felicitaciones¡¡¡
Hermoso relato, profundo, muy emotivo. Felicitaciones Abel
Me gustó mucho tu relato – descubre profundidad y emociones- y detrás de ello se vislumbra una nueva perspectiva de vida, una nueva dimensión- quizá una nueva escala de valores – congratulaciones por el éxito médico y literario !