González llegó a mi estudio hace quince años (¡quince años!) recomendado por el amigo de un conocido a quien, aparentemente, le había resuelto a satisfacción un juicio complejo.
Por aquella época no había desarrollado yo un sistema eficaz para desembarazarme de estas situaciones y, luego de una poco convincente resistencia, me encontré tomando café con este viejo desconocido que me malogró la tarde narrando, con lujo de detalles, una previsible historia de confianzas y traiciones donde aparecía como víctima de un tal Pérez, quien, no conforme con estafarlo, lo había amenazado con “llevarlo a la justicia”.
A este último, en cambio, no lo conocí sino hasta ahora mismo porque, finalmente, llevó a González, no sé si a la justicia, pero sí a tribunales, y lo tengo a unos diez metros charlando con su abogado, quien en este momento le debe estar contando que el de blazer azul es el apoderado de González, puesto que Pérez me dirige una mirada emponzoñada por el rencor.
El de la mirada rencorosa es tal cual lo imaginé o me lo describió mi cliente: más bajo que alto, con una panza que le saca unos cómodos diez centímetros de ventaja al pecho. Petiso, gordito, me había dicho. La cara se le había ido de golpe hacia atrás, ampliándole la frente, lo que anunciaba que la calvicie estaba por darle el golpe de gracia a los pocos pelos que insistía en peinar en sentido transversal. Lo que es no resignarse.
Pero voy a dejar esos detalles para mejor momento (si es que llegan algún día), ya que el juez nos convoca a su despacho porque, de tanto irme por las ramas, no alcancé a escribir que es la audiencia final del juicio: Pérez c. González. Su señoría se encuentra parapetado detrás de un escritorio enorme y nos mira con la simpatía de quien mide la última valla que lo separa del fin de semana: que sea día de audiencia importa menos –bastante menos– que el hecho de que hoy estemos a viernes y sean las once y media de la mañana.
Nos invita a sentarnos con gesto impaciente y consulta si estuvimos analizando la posibilidad de un arreglo amigable.
Solo un alto sentido de su función, un cinismo sin par o un simple ritual, hacen que la palabra amigable sea dicha sin ironía. Es que al cabo de estos años (¡quince!) entrecruzamos recursos, excepciones, incidencias, nulidades, reposiciones, recusaciones, apelaciones ordinarias, extraordinarias y de las otras, que es un modo técnico y civilizado de decir que nos insultamos de pies a cabeza, como para llegar a esta instancia y resolverlo todo con un apretón de manos.
De manera que, jugada la última carta, no queda más posibilidad que la audiencia. Antes de entrar quiero hacer una aclaración: esta audiencia –y las demás– no es como la de las películas, donde un argumento lúcido, de último momento, desovilla la madeja, desata el nudo y resuelve el conflicto. Donde el abogado, ganador, inteligente, sensible y seductor, no conforme con taparle la boca a su rival y ridiculizarlo frente al jurado, seduce a la chica más linda y se la lleva. No, no y no, diría Julio Cortázar.
Es que, si bien la vida es infinitamente más rica que la ficción, lo que jamás podrá hacer es impostar una escenografía que conjugue con un vestuario de alta costura. No me quiero tomar con las paredes descascaradas del Juzgado, con la silla plástica que me sostiene precariamente a la vera de una mesa ultrajada por las manchas, y menos con el colega que, de traje y corbata al tono, podría aspirar a padrino de bodas. Mejor me las agarro conmigo.
Pertenezco a la generación de abogados de saco azul, pantalón gris y mocasines negros.
De lejos, mi blazer aparenta una dignidad que cede con solo acercarse. El “azul marino” perdió profundidad y, paradójicamente, se hunde en un tinte verdoso para recalar en un tono percudido “peor que la ruina de un imperio”, y más triste también. Los botones dorados abdicaron esplendor a expensas de unas costras opacas, y es suficiente bajar la vista para ver que el empeño en el lustre de los mocasines no disimula los caminos recorridos.
Disquisiciones fuera de tiempo, profundización en detalles menores, demuestran que los años no me sacaron el vicio de divagar en momentos críticos, que de tanto derivar en frivolidades no advertí que frente al juez ya se encontraba el primero de los dos testigos propuestos por Pérez.
Mientras analizaba mis botones, debió jurar que diría la verdad y solo la verdad de lo que se le preguntara, porque ya escucho que el verdadero responsable no es otro que González, cuyo único objetivo en la vida era –es– arruinar al santo de Pérez, que si de algo se lo puede culpar es de haber confiado en el desgraciado de mi cliente. Abundó en detalles innecesarios y, a partir de un momento, la sola mirada del juez fue bastante para saber que lo bueno en exceso termina siendo malo, que de tanto atacar a uno y enaltecer al otro termina por inspirar una desconfianza evidente.
Como es innecesario escribir que el segundo testigo dijo lo mismo que el primero, corresponde decir que ya subían al estrado los aportados por González.
Son de esos momentos en que advertimos que tiempo y desengaños vividos no fueron suficientes para apagar los oasis de inocencia que aún conservamos en nosotros. Es que yo tenía expectativas en aquel par de muchachos cuya fiabilidad se iba desmoronando de tanto alabar a González. Al punto que, cuando el juez dijo que podían irse, sentí una sensación de alivio difícil de explicar.
Quedaban, por último, las declaraciones de Pérez y González sentados, por fin, frente a lo que llaman justicia. Razones prácticas y formales imponen que, al tiempo que miran al juez, permanezcan de espaldas a sus abogados, de quienes no pueden recibir indicaciones.
De modo que tanto el uno como el otro estaban expuestos a fuego cruzado: enfrente suyo tenían al magistrado dirigiendo la audiencia y por retaguardia recibían la metralla de nuestras preguntas insidiosas.
Pensé, entonces, en la espalda de aquellos desdichados. Expuestas, vulnerables, sin posibilidad de anticiparse al golpe que recibirían, sometidas a la crueldad de la traición.
Ya retumbaban en la sala los disparos que hacían blanco fácil en la espalda de González, quien no gritaba ni se retorcía. Balbuceaba incoherencias, vacilaba, temblaba, hasta que, por fin, dirigió la mirada hacia arriba como un ciego buscando la luz y se desplomó sin remedio antes que pudiera socorrerlo, frente a la mirada neutra del juez.
Era el turno de Pérez. Olvidé, entonces, su indefensión, y con el hábito perfeccionado por los años comencé a disparar. A quemarropa y sin posibilidad de ser visto, no había modo de fallar. Una bala hubiese bastado. Sin embargo, un absurdo deseo de venganza por el sufrimiento de mi cliente me llevó a prolongar la agonía de aquel hombre que, inútilmente, buscaba escapar; y, como no decidía el remate, fue el juez quien evitó la prolongación del martirio: “suficiente”, dijo.
Luego de retirado su cuerpo, llegó el turno de alegar.
“Lo escucho”, dijo el juez dirigiendo su mirada hacia el matador de González.
El hombre demostró que no venía a perder tiempo. Entre abogados no son pocos los que tienen el don de la palabra, pero son menos los bendecidos con el de la inteligencia. Mi adversario conjugaba las dos condiciones y se encargó de demostrarlo. Comenzó por demoler cada uno de mis argumentos con un trabajo metódico y preciso. Desde los cimientos. Ladrillo por ladrillo, puso al descubierto las flaquezas, y no contento con pulverizar lo construido, sobre los escombros de mi estrategia comenzó a edificar una ciudad con cúpulas y puentes protegida por murallas de razón y fundamento. Había seguido un irreprochable orden lógico: destrucción – generación. Al final, escuché: “con costas”.
“Su turno, doctor”, dijo el juez, dirigiéndome una mirada de conmiseración.
Contrariando los cánones de la moderna autoayuda, he basado mi trabajo, y podría decir mi vida, en la desconfianza, no en los demás sino en mí mismo. Forjado en la escuela del esfuerzo y la voluntad, no creo en victorias fáciles y menos en triunfos sin dolores. Es cierto que la ilustrada alegación me había sorprendido, pero no al punto de no estar en condiciones de responder, porque la inseguridad sobre el valor de las propias fuerzas, en ciertos y determinados casos, puede ser también una fortaleza. La búsqueda de la convicción, el camino hacia la certeza, requiere –no pocas veces– enormes sacrificios. Y yo los había hecho.
Tenía, sin embargo, dos obstáculos por delante: uno, de orden intelectual: la granítica presentación del abogado constructor de ciudades; otro, de carácter práctico: la inminente hora de cierre del tribunal y, con ello, el deseo del juez de adentrarse en su fin de semana. No soy bueno para cálculos, pero, con suerte, quedaban diez minutos, de manera que inicié pronto el alegato lamentándome por no haber ultimado a González con un solo disparo. Los placeres tienen su precio, pensé, nada más que para ausentarme por un instante de la realidad.
Al principio, puse todo el empeño en rebatir los argumentos escuchados, exponiendo aquella telaraña de sofismas, el vicio que corroía sus estructuras, el anverso ruinoso de dichos contradictorios, y cuando sentí el temblor sordo que anuncia el derrumbe, sin decir: “levántate y anda”, resucité en plena audiencia a González y me dispuse a cruzar el Rubicón.
Vi en un reloj de pared que quedaban solo siete minutos. Fue en ese momento que sentí a mi lado un suspiro de angustia contenida por años. Era González resucitado. Con sus manos entrelazadas, parecía elevar una plegaria que tenía tanto de súplica como de esperanza. Había esperado aquel momento por quince años. En su casa, en el colectivo, en eternas noches de insomnio. Pérez y su traición habían sido parte de su vida y llegaba, por fin, el momento de cantarle las cuarenta. Comprendí que era yo el instrumento que el destino había puesto en sus manos para liberarse del fantasma que lo atormentaba, porque, de algún modo, Pérez era mucho más que papeles firmados y promesas incumplidas, era la piedra en el zapato y sería el clavo en su sarcófago si no lograba que, sencillamente, se hiciera justicia.
Aparté el ayudamemoria preparado y por primera vez en todos mis años de profesión me despojé de lo previo para exponer los argumentos como Dios los trajo al mundo, sin soportes, ni muletas, a mano limpia, y veríamos quién tenía razón.
Aquello que dije, del modo en que fue dicho, terminó cuando el reloj indicó que faltaba un minuto para la hora de cierre de tribunales y se escuchó en la Sala: Haga justicia, señor.
Luego, todo permaneció en extraño silencio, con el juez inmóvil y su mirada absorta en mi persona. Por fin, el secretario lo sacó del trance convocándonos a firmar el acta, lo que hicimos sin dirigirnos la palabra.
Al salir, por esas cosas del destino, coincidimos con el otro abogado en la puerta. Menos por cordialidad que por educación, extendimos en simultáneo el brazo derecho para cedernos recíprocamente el paso y, en la prolongación del movimiento, nos estrechamos sinceramente la mano al tiempo que nos colocábamos la otra en el hombro.
La abogacía es la única profesión que se ejerce contra un par. Todo juicio es, en esencia, adversarial, encierra una dialéctica de ataque y defensa. Supone una estrategia y el objetivo es la victoria. Difícilmente exista un combate sin heridas.
Es posible, sin embargo, que la disputa –en algún momento–, en lugar de separar, una a los contrincantes. No de otra forma se comprende que, al final de una pelea brutal, los luchadores –ya sin fuerzas– se abracen al enemigo que intentaban destruir y permanezcan en íntima comunión en un ritual que encierra respeto y admiración. Solo quien ha recibido golpes y los ha dado –no importa la proporción– entiende que el respeto recibido y el que profesamos son una moneda de dos caras. El conflicto subyacente se manifiesta en una lucha sin tregua, donde no necesariamente vence el mejor, por lo que la nobleza en el arte de la disputa reside en desplegar nuestra inteligencia, empujada por el motor de la voluntad, y concluir siendo mejor de lo que comenzamos, manteniéndonos fieles a nosotros mismos, que es el modo más sencillo y seguro de ser fieles a los demás, Pérez y González incluidos.
Fuera del tribunal me esperaba mi cliente. Nada más verme, preguntó:
—¿Y… doctor?
—Hay que esperar –respondí.
—Me tengo fe –dijo confiado.
—No es cuestión de fe, González, esto no es una religión, el tribunal no es la Iglesia y el juez no es Dios.
—Entonces …
—No depende de nosotros –pluralicé–. Pero si no sale como pensamos, está la posibilidad de apelar. De todos modos, salga pato o gallareta, lo mío termina aquí. Ya le dije que no sigo.
—Me lo anticipó, doctor. Lo nuestro concluye aquí. ¿Y si terminamos como empezamos? Lo invito un café.
¿Hace falta escribir que en todos estos años había desarrollado sistemas de probada eficacia para salir de estas situaciones? De manera que, antes de que González se diera cuenta, yo cruzaba calle Tres de Febrero con rumbo a la oficina.
Unos pocos y rezagados empleados del Tribunal salían de su trabajo y comentaban los planes para el fin de semana, olvidando por un momento a los Pérez y González con sus abogados de saco y corbata al tono.
A esa hora de un viernes no quedaba nadie en el estudio. En la sala de espera se acumulaban cajas y los muebles estaban colocados contra la pared. En mi despacho, en el piso, se habían dispuesto en orden cronológico varios tomos de jurisprudencia, dejando desnudos los estantes, y sobre el escritorio, embalado, el diploma que decía: “Conforme los estatutos, se le concede el título de abogado”. Al lado, una nota institucional felicitándome por los años de profesión y deseándome suerte en la nueva vida de jubilado.
Sobre el modesto rectángulo del escritorio convergían pasado, presente y futuro. Una vez escuché que a un colega le preguntaron: «¿usted es abogado?». Y respondió: «también».
Las respuestas simples y exactas no siempre son fáciles de comprender. Al menos, no en su sentido profundo, no inmediatamente.
Podría decir que en ese momento dejaba de ser el que había sido por años, pero en verdad era solo mi profesión la que dejaba, porque se es muchas cosas en la vida, aunque se acabe siendo uno cuando, en verdad, se pudo ser muchos.
Solo para evadirme de la realidad y mantener el vicio de divagar en momentos cruciales, imaginé que, al preguntárseme si era jubilado, respondería “también” para dejar la duda. Pero, en rigor, la incógnita debía develarla yo. Ese era mi trabajo, mi indelegable responsabilidad, y en ella me iba la vida.
Inspiré profundamente para llenarme los pulmones con ese aroma a tinta, papel y café que me había acompañado por años. Permanecí quieto en un último intento por comprender el silencio ilustrado que manaban aquellos añosos y trajinados libros. Según se mire, cada final implica necesaria y fatalmente un comienzo. Miré la puerta de salida mientras me preguntaba: ¿qué habrá del otro lado? Y, sin pensarlo demasiado, la abrí con fuerza de par en par.
ABEL ANTONIO PONSE
Santa Fe, 29 de marzo de 2025, 10:36 h.
Excelente descripción del ejercicio de la abogacía en un solo caso; cálida y precisa descripcion de realidades de muchos colegas. Felicitaciones Abel Antonio
MARAVILLOSO.
Simple, sencilla, costumbrista y profunda descripción del quehacer, del abogado litigante, resume en un par de páginas uma vida profesional.
Exelente